miércoles, 21 de julio de 2010

LOS PRÓXIMOS COMICIOS Y LA CONSOLIDACION REPUBLICANA.

La sociedad argentina es, puede decirse, un poco anómala. Tras algunas victorias intrascendentes, nuestro equipo de fútbol, en la primera prueba difícil que le tocó afrontar, fue lastimosamente eliminado de la Copa Mundial. La reacción popular, inducida o no, fue una histérica y triunfalista manifestación de apoyo al regreso del equipo, encabezado por el ídolo máximo del país. Otros directores técnicos, también perdedores, ya habían renunciado o por lo menos asumido su responsabilidad, concretado una autocrítica y reflexionado sobre la derrota, tratando de explicarla. Por aquí, ni una palabra en esa dirección. Tampoco nadie la exigió. Todo fue un derrame sentimental, con los signos exteriores de la tristeza y el abatimiento. Es cierto que los ídolos no se cuestionan; se adoran. Valga la mención de dos respuestas salidas de la muchedumbre que esperó en Ezeiza, a la pregunta de por qué venían a darle apoyo a Maradona: "Porque es lo más grande que hay". Y: "Porque es Dios". Seamos honestos: nuestro equipo fue vencido sin atenuantes, fracasó en la construcción de tácticas y estrategias, y ni siquiera aprovechó la participación del que es considerado, hoy, el mejor jugador del mundo. Si no se entiende la realidad, hay pocas esperanzas de cambiarla. ¿Podríamos, por favor, no trasladar esta irracionalidad, puramente negadora, llorona y autocompasiva, a otros planos de la vida nacional? El Mundial de fútbol se ha terminado, se va esfumando la ilusión del más allá de la política con que se quiere manipular las pasiones populares, y ahora volverá a predominar, gradualmente, la agenda de preocupaciones político-sociales que agita a cualquier comunidad, con los matices correspondientes. El Gobierno, principal impulsor de la fiebre mundialista, haría mal en tratar de capitalizar ritualmente la derrota. Además, sería un esfuerzo inútil. Dejemos en paz a los ídolos y volvamos al debate de ideas, aunque fuera por espíritu de contradicción. En medio de diplomacias paralelas, jubilaciones móviles y matrimonios gay, se va perfilando un tema central de discusión, aún distante en el tiempo, pero que irá fortaleciéndose cada día que pase. No se trata de ninguna candidatura para el escándalo, sino de una pregunta temible y precisa que podremos contestar sólo por etapas. ¿En qué condiciones políticas y sociales se dará la sucesión presidencial en 2011? Y las lógicas secuelas y subpreguntas. Primero, las (no tan) estruendosas y anecdóticas. Los Kirchner, ¿tratarán de ser reelegidos? La oposición, ¿tendrá muchos o pocos candidatos? Después, los interrogantes de fondo. ¿Se podrá alcanzar un grado razonable de gobernabilidad democrática, diferente al panorama crispado de hoy? Y ligado a lo anterior: ¿podrá la Argentina subir al menos un par de escalones en la dura cuesta de la calidad institucional? No es difícil desentrañar las esperanzas del oficialismo y los procedimientos para concretarlas. El habitual estilo autoritario y confrontativo se seguirá practicando hasta la exasperación. Los aliados, sean los que estén en reagrupamiento o en fuga, se verán cada vez más obligados a ejercitar la ruda gimnasia del clientelismo. El capitalismo de amigos seguirá enarbolando sus banderas. Los esfuerzos para dividir y paralizar a un Congreso adverso se ensancharán vigorosamente. La elocuencia pedagógica de la Presidenta y sus ministros nos fatigará desde las pantallas televisivas y las primeras planas de los diarios con anuncios de planes y proyectos faraónicos que, en el hipotético caso de poder ser puestos en marcha, se pagarán con el dinero de las futuras administraciones, si es que queda algo en las cajas públicas. Si no, se apelará a las reservas y al dinero de los jubilados. El plan para retener el gobierno es sencillo: dado el absurdo sistema electoral argentino, acordado en el Pacto de Olivos, quien se quede con el 40% de los votos y consiga descalabrar y fragmentar a los adversarios (ya bastante tambaleantes) para que ninguno llegue al 30%, será presidente. Ello, naturalmente, deberá ocurrir en una optimista primera vuelta, descartando el fatídico ballottage. Pero, ¿por qué extrañarse? ¿No es acaso lo que harían, para favorecerse, todos los gobiernos? ¿Quién se atreve a tirar la primera piedra? En este sentido somos un país normal, sin las anomalías de los homenajes por la derrota maradoniana. Con todo, la oposición parece haber empezado a dar algunas señales contra el aletargamiento en que vivió sumergida. El más auspicioso de estos signos reside en la formación de una agenda legislativa común, coordinada por una mesa de trabajo en que participan todos los sectores, aunque todavía con desconfianzas y diferencias ideológicas. ¿Cómo competir con éxito y hacer que ese éxito tenga sentido, frente a un gobierno inescrupuloso pero creativo, que aún guarda un buen arsenal de recursos de campaña? Uno de los caminos que la oposición podría explorar (o tal vez ya esté explorando, vaya uno a saber), es el que denominaremos, solo para entendernos mejor, la "Gran Coalición", por contraste con otras coaliciones posibles y más reducidas, y plantada frente a la otra (virtual) coalición, no menos considerable, que ha montado el kirchnerismo. Es una quimera suponer que las próximas elecciones serán, estrictamente, una competencia entre partidos políticos claramente diferenciados. Pese a los aspectos formales, habrá cruces sorprendentes, afinidades inesperadas, súbitos cambios de camiseta. Habrá también, por supuesto, ideología, pero más escondida que visible. Los conservadores disfrazados de progresistas serán -son- mercadería frecuente. Como lo más probable (aunque no seguro) es que el Gobierno pierda la elección, se han planteado algunos escenarios posibles para el período poskirchnerista, casi todos inquietantes y generadores de inestabilidad. Por ejemplo: el nuevo presidente no alcanza la mayoría en el Congreso y ve trabada su gestión. Estallan graves conflictos sociales y el gobierno es incapaz de arbitrar en la crisis. El peronismo se reagrupa bajo nuevos liderazgos y rebrota su pretensión hegemónica. Planea sobre el país, otra vez, la crisis de 2001. El eterno retorno, la fatalidad de la repetición y los círculos viciosos vuelven a regular nuestro futuro. La Gran Coalición podría ser la barrera contra estos inevitables riesgos y una promesa de consolidación republicana. Su particularidad es que debería estar formada por la reunión de partidos y grupos que ya existe (radicalismo, socialismo y Coalición Cívica) más, en forma ineludible, el peronismo disidente o federal que está haciendo su propio camino. Sin un fuerte componente peronista, y la consiguiente acumulación de fuerzas, no hay Gran Coalición. Y esto significa, en su momento, gobierno común con gabinete compartido y bloque parlamentario único. Por supuesto, el pacto de gobernabilidad que debería motorizar este acuerdo no tendría que incluir más de cuatro o cinco puntos básicos, entre ellos la firme defensa de la democracia y la promoción de los derechos humanos, el ataque sostenido y no meramente asistencialista contra la pobreza, la creación de un Consejo Económico y Social, y, como eje y valor central, la puesta en marcha de una revolución educativa y del conocimiento que alcance a todas las capas de la población. Si la Gran Coalición consiguiera la suficiente fuerza electoral, debería proponer, a mitad de su mandato una reforma constitucional que debatiera, como punto único, la transformación de nuestro abusivo sistema presidencialista, causante de muchos de los males que nos agobian, en un régimen semiparlamentario, más dialoguista y flexible. ¿Que el camino hacia esta verdadera utopía política está sembrado de obstáculos, de los que algunos parecen infranqueables? ¡Por supuesto! No es fácil deponer ambiciones personales, ni ceder ideología, ni tener menos cargos a disposición, ni neutralizar el pasado para ganar el futuro. No es fácil superar prejuicios y viejos rencores, ni encontrar mecanismos adecuados para seleccionar los mejores candidatos, ni que éstos acepten la titularidad de lugares que no les complacen. Nada conformará a todos; todos tendrán reclamos y quejas. Y después vendrán impedimentos legales, acusaciones de traición, estúpidas identificaciones con viejas siglas? La cuestión es si vale la pena intentar algo distinto. Países como Chile, Brasil, Uruguay lo han hecho; no se puede decir que hayan fracasado. Cientos de veces, desde las más variadas trincheras políticas, se ha descripto al abrazo de Perón y Balbín, y al posterior discurso de Balbín frente al féretro de su viejo adversario, como los grandes mensajes simbólicos de consenso y reconciliación de nuestra sociedad. Aquella vez no fue posible; por el contrario, corrió mucha sangre y se frustraron muchas ilusiones. Quizás hoy, más allá del fútbol y de los ídolos, hayamos empezado a madurar, por elección o por cansancio, y seamos capaces de construir un país más justo, más inteligente, más estable.
Luis Gregorich. LA NACION

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