Los políticos prefieren los mensajes explícitos. Una multitud lanzada a las calles sin ánimo de protestar, despojada de banderas partidistas y unida sólo por el espíritu común de cariño a la patria resultó un enigma que ayer, con la resaca de los festejos del Bicentenario, aún desconcertaba a los principales líderes del país. El gobierno de Cristina Kirchner, el de Mauricio Macri y dirigentes de peso como Julio Cobos, Elisa Carrió o las cabezas del peronismo disidente habían encarado la fiesta por los 200 años en términos de una calculada batalla política. A qué acto ir, a cuál no, a quién invitar a tal ceremonia, a quién dejar afuera, a qué obispo escuchar, qué día mostrarse, cuándo esconderse? Consumieron los días de preparativos embarcados en especulaciones. Y descubrieron al final, cuando millones de personas caminaban por el país con banderas argentinas y ganas de cantar el Himno, que sus peleas pasaban casi inadvertidas fuera de su microcosmos. El fervor los tomó desprevenidos, como un año atrás, cuando les resultó imposible anticipar el masivo y emocionante adiós a Raúl Alfonsín. ¿Le hubiera costado tanto a Macri sentarse cerca de Néstor Kirchner en la reapertura del Teatro Colón (o al menos tragarse el malestar de saludar al hombre al que le achaca sus desgracias judiciales)? ¿No podía la Presidenta dejar pasar el exabrupto del jefe porteño y sumarse a la fiesta del teatro símbolo de los argentinos (y no de Macri)? ¿Era tan descabellado permitir que la TV estatal transmitiera esa parte de la ceremonia? ¿Fue necesario excluir al vicepresidente, a líderes opositores y a los ex presidentes de las celebraciones oficiales? ¿No se pudo eludir la imagen de dos ceremonias religiosas paralelas, como si una fuera de la oposición y la otra del oficialismo, cuando todas las caras de la Argentina se mezclaban en la calle en paz? . Unos y otros actuaron con la lógica de los códigos políticos y quedaron frente a un espejo que les mostró un país en otra sintonía; un país que no los condenó como en otras épocas. Estuvo más cerca de ignorarlos. Esa misma lógica los enfocó ayer en otros cálculos. El gobierno de los Kirchner intuyó en el fervor callejero un cambio para bien en el clima social. Que esas multitudes que otras veces se entregaron a las protestas (como en la crisis del campo) llegan ahora con optimismo a la previa de la campaña 2011. En despachos de la Casa Rosada esperaban con ansiedad las primeras encuestas de imagen posfestejos. La Presidenta vació todos los actos en los que no podía controlar hasta el último detalle. Pero al final, para sintonizar con lo que subía desde la calle, buscó darle un giro conciliador a su discurso al país. Decidió ceñirse a 13 minutos en los que, igual, le costó evitar los sesgos y el autoelogio. Algo similar se filtró en las presentaciones artísticas, deslumbrantes desde lo técnico, que disfrutaron los millones de espectadores en Buenos Aires. Pero, en el análisis global, los Kirchner estaban exultantes, según funcionarios que los trataron. Los actos por el Bicentenario continuarán en cuotas todo el año (en la práctica, algunas inauguraciones tardías) y prenden velas para que el Mundial de fútbol permita extender el buen humor social, de la mano de una fiesta también del consumo. Embriagado por las masas, Néstor Kirchner creyó vislumbrar el camino a una "amnistía" de la clase media. Mauricio Macri también celebró en lo íntimo. Cree que la pelea del Colón lo dejó parado en el imaginario social como el principal rival del oficialismo. No hay datos científicos que lo corroboren. Pero es cierto que ningún otro opositor tuvo la vidriera que le dieron a él la reapertura del majestuoso coliseo porteño y el desaire presidencial. Su agresiva frase contra Kirchner lo equiparó a lo que tanto critica, pero el acto del lunes 24, rodeado por Julio Cobos, Carlos Reutemann y el presidente de la Corte, lo sacó del estado de shock en que había quedado después del procesamiento en el caso del espionaje ilegal. Se cuidó de no faltar a la Casa Rosada y de invitar al Colón hasta a sus enemigos más acérrimos, como Aníbal Ibarra. En otros sectores de la oposición interpretaban distinto lo que pasó en las fiestas de Mayo. En el radicalismo, por ejemplo, veían un mensaje similar al que la sociedad envío a la política en los funerales de Alfonsín; un pedido de concordia y mayor institucionalidad, que derivará en un inevitable cambio en el poder. En el PJ disidente (con sus mil caras representadas por Duhalde, De Narváez, Rodríguez Saá, Solá?), encontraban nuevo entusiasmo para explorar la candidatura común que tanto predican y que se intuye tan lejana. ¿Mitos o realidades? O simplemente especulaciones de una clase política a la que le cuesta horrores resolver simples dimes y diretes, como les enrostró el único político que se paseó sonriente por todas las ceremonias: José Mujica. El presidente uruguayo pareció leer antes que nadie lo que decían esas banderitas celestes y blancas.
Martín Rodríguez Yebra. LA NACION
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