lunes, 7 de septiembre de 2009

EL MODELO DE CRISTINA Y LA INCONSISTENCIA EN LA POLITICA.

La solidez secreta de la democracia argentina está en la calidad movilizadora del voto. Desde 1983, hemos votado para elegir políticas y protagonistas, tanto en el gobierno como en la oposición, y siempre creímos que tales actos cambiaban nuestra vida y nuestro futuro. Pero esa virtud tiene un reclamo: que las políticas y las personas elegidas para el gobierno o para la oposición ocupen efectiva y, consecuentemente, esos lugares. Esta es una regla moral axial de la política. Hoy es una regla malherida y su herida nos amenaza. Hace menos de dos años, acudimos a elecciones nacionales para elegir gobiernos y oposiciones. A la cabeza del cuadro estaba la transversalidad que habían acordado el oficialismo del matrimonio Kirchner con un grupo significativo de gobernadores e intendentes radicales y otras fuerzas menores. Parecía el nacimiento de un nuevo modo de ordenar la política, las ideas y los dirigentes. El acuerdo se perfeccionó en la fórmula Fernández de Kirchner-Cobos, a la que la ciudadanía le dio el mandato de gobernar articuladamente durante el período constitucional de cuatro años. La novedad duró apenas ocho meses y toda la majestad del mandato electoral se derrumbó por un debate de impuestos que derivó en quiebre social. Desde entonces, ya no hay transversalidad ni nueva política ni gobierno armonioso. Ni la Presidenta ni el vicepresidente de la Nación están recíprocamente cómodos, y vivimos una suerte de oxímoron institucional que no tiene antecedentes. A cambio, los movimientos de cada uno de los frustrados aliados llenan una crónica menuda chismosa y desprovista de ideas, enfoques, miradas de futuro. También en aquella ocasión, millones de argentinos dieron su voto a la fórmula encabezada por Elisa Carrió, una figura talentosa y activísima que hasta las últimas horas del escrutinio anunciaba la posibilidad de entrar en el ballottage y llegar a la presidencia. Con derecho, la doctora Carrió se declaró, en base a ese mandato, "líder de la oposición", indicando que durante los cuatro años siguientes reuniría en torno de sí ideas, proyectos y fuerzas sociales diferentes e innovadoras. La formación de esa gran estructura alternativa no cuajó, salvo como simple aritmética de sumar votos, y se desgranó en la extraña desviación de que la figura central eligiera un lugar subalterno en las listas de diputados y terminara eclipsándose después de un desempeño deslucido en junio pasado. A menos de dos años corridos, ya no hay "líder de la oposición". En tercer lugar quedó, en octubre de 2007 y también con millones de votos, otra conjunción opositora liderada por el ex ministro Roberto Lavagna. Por su experiencia de gobierno y su formación profesional y académica, sus votantes podían esperar que aun en una postura opositora, concurriera a la formación de las decisiones de gobierno y a la docencia, que es virtud de la política. Pero apenas tres meses después de su buen desempeño electoral, el doctor Lavagna eligió acordar con Néstor Kirchner un acercamiento que nunca ha sido explicado y que tuvo el extraño mérito de dejar sin banderas opositoras a sus millones de votantes. Las tres fórmulas presidenciales preferidas de 2007, que reunieron más del 90 por ciento de la opinión electoral, se han desvanecido a menos de dos años de entonces. Y los modelos morales que cada una de ellas debía encarnar están esfumados. No sólo ya no son gobierno y oposición, sino que su friabilidad ha contribuido a que la política argentina no tuviera referentes, no discutiera ideas, no afirmara proyectos de mediano o largo plazo. Las tres han sembrado la confusión y la anomia -sobre todo, la anomia- en la vida republicana por una falla grave: la inconsecuencia. Hace ya un tiempo que sentimos, y más aún después de las últimas elecciones legislativas, que no hay liderazgos sanos y consecuentes, que no hay líneas de separación o de acuerdo confiables. El periodismo refleja esta rara situación, porque las novedades "políticas" parecen reducidas a chimentos sobre manducaciones de pizza en algún sitio recoleto, a intercambio de gentilezas o agravios en programas de radio y televisión y a "estar atentos a la foto". ¿Que los argentinos nos sentimos desguarnecidos? ¡Y qué menos! Para colmo, algún político que por razones inciertas se había convertido en una "reserva" de honradez y buen tono, el senador Reutemann, que fue votado reiteradamente por sus comprovincianos durante veinte años, ha salido de su mesura con un lenguaje y un rechazo del futuro que nos dejó perplejos. ¿Cómo se sentirán los casi un millón de santafecinos que lo han votado tantas veces? ¿Y cómo nos sentimos los otros millones de argentinos que fuimos a votar por las fórmulas presidenciales preferidas de 2007 cuando ya no queda nada de los acercamientos y las distancias, las expectativas y los nucleamientos de aquel turno? ¿No estará nuestra clase política, ahora sí, destruyendo la principal virtud del voto, esa de darnos la sensación de que él nos permite decidir sobre nuestro futuro? En política, la inconsecuencia es un camino descendente; primero lleva a la insustancialidad y después a la anarquía. Y la memoria argentina -si la conservamos- nos enseña que los grandes personajes de nuestra historia, al margen de compartir o no sus ideas, son figuras consecuentes, sostenedores de su propuestas y sus principios, tanto en el éxito como en el fracaso. Así son Moreno y Castelli, cuando impulsan las reformas sociales de la Revolución; Rivadavia y Alberdi, cuando propician la inmigración; Belgrano y Sarmiento, cuando insisten en la prioridad de la educación popular; Mitre y Urquiza, cuando trabajan por la unidad nacional; Rosas, Roca, el perito Moreno, el comodoro Martín Rivadavia, cuando se empeñan en la ocupación de la Patagonia; Hipólito Yrigoyen, cuando construye durante veinticinco años su partido, y Juan Perón, cuando resiste dieciocho años de exilio. También Raúl Alfonsín, que hizo y enseñó democracia toda su vida. Ellos son marcas, hitos; lo fueron para sus contemporáneos, que así se sintieron constructores de historia, y lo son para nosotros, que podemos emplearlos como significados. Equivocados o no, fueron consecuentes y, en virtud de ello, modelos morales. La inconsecuencia que prima en nuestros días amenaza tormenta. Ahora no tengo duda de que la sociedad argentina es mejor que esta clase política, y tal disparidad anuncia un foso, un vacío que la vida social llenará de convulsiones, y que acaso en la desesperación pueda ser terreno fértil para los milagreros, los magos y los contorsionistas. Pero nos vamos alejando de la política, y vamos teniendo en riesgo el sistema republicano y democrático. Y no es el pueblo el que se equivoca.
Daniel Larriqueta. Especial para la NACION. El autor es economista e historiador; su libro más reciente es Cómo empezamos la democracia.

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