"Subsidios" y contactos en Buenos Aires, la fórmula del diputado para revertir la derrota en las primarias
Una bota tejana de cuero se hunde en el acelerador. Las líneas blancas estampadas en la ruta de salida de la ciudad de La Rioja se abalanzan contra el frente de la camioneta y desaparecen debajo del chasis. Al volante de una Grand Cherokee negra, Jorge Yoma está llegando una hora tarde a su primera actividad de campaña en Chepes , una localidad de 12.000 habitantes, 215 kilómetros al sur de la capital provincial.
"No, boludo, esperame a mí para la conferencia de prensa. Chacoteen un rato hasta que yo llegue", le ordena por teléfono a "Marcelito" Rodríguez, el dirigente que organizó la recorrida por la ciudad. "¿Cuántos subsidios tengo que entregar? Bueno. Llevemos los juguetes al Jean Piaget, que es el jardín que hice yo. ¡Meta, hermano! Ya sé que estamos tarde. Deciles que me esperen, que cuando sea gobernador les voy a construir un salón nuevo. ¡Ja, ja!"
La risa grave del diputado retumba en la cabina de la 4x4 y contagia a Juan Cuenca y Gustavo García, sus asistentes de máxima confianza, que viajan en el asiento trasero. Me reservaron la butaca del acompañante, para que converse tranquilo con El Negro. Así le dicen a su jefe; así se lo conoce a Yoma en el mundo de la política. Desde la hora cero de esta marca personal, el diputado me convirtió en uno más de su comitiva: me tuvo al tanto de su agenda, me llevó a las giras extenuantes y me incluyó en casi todas sus reuniones.
En la Grand Cherokee se respira Terre D'Hermes, un perfume fresco y opulento, según la promesa que se lee en la etiqueta. Es la fragancia preferida del Negro. Con golpecitos en el volante, él acompaña la melodía de "New York City", el tema de John Lennon, que suena a todo volumen. Se lo nota contento. Después de diez años, volvió a hacer lo que más disfruta en la política: estar en contacto con la gente, o, como le gusta bromear, "salir a besar viejas". Imagina estas elecciones, en las que debe revertir la paliza que sufrió en las primarias ante la UCR y el PJ, como una estación intermedia camino al gran objetivo de su vida: ser gobernador. Es el sueño de que su pueblo lo convierta, cuando está a punto de cumplir 60 años, en lo que siempre quiso ser: un caudillo.
"¿Sabés para qué quiero ser gobernador? Para vivir acá", dice, con las palmas hacia arriba, entre dos aros de básquet, en un sector del jardín que rodea su casa. Es un chalet de dos plantas, pintado de un rosa pálido, con vista a la quebrada. Al fondo pueden verse un gimnasio, un quincho cubierto y, entre dos palmeras, una pileta. El Negro jura que cuando está en La Rioja pasa casi todo el tiempo en el estudio, ubicado en el frente de la casa, donde impacta un retrato gigante del "Chacho" Peñaloza.
Podría pensarse que quiere tomar la senda de ese caudillo, o la de los revolucionarios mexicanos Emiliano Zapata y "Pancho" Villa, cuyas imágenes tapizan las paredes de su oficina del centro. O tal vez la de Anwar el-Sadat, el presidente egipcio recordado como el héroe de la guerra y la paz, en cuyo honor El Negro bautizó a su tercer y último hijo, el único varón. Pero no. Yoma se ilusiona con parecerse a su "gran maestro", el dirigente a quien recuerda sin pausa en anécdotas que buscan agigantar su figura. El Negro lo menciona sin matices en todos sus discursos como "el gran Carlos Menem".
En La Rioja no son pocos los políticos que quieren asociar su imagen a la del ex presidente. En el caso de Yoma no es sólo cálculo: con lo que le queda de tinta, El Negro escribe el último capítulo de una historia de adoración y despecho que comenzó antes de que él supiera pronunciar su propio nombre. Menem fue, en 1955, el joven abogado que sacó de la cárcel al padre de Yoma, José Tomás, detenido por la Revolución Libertadora. Menem fue, veinte años después, el gobernador a quien El Negro responsabilizó cuando fue apresado durante tres meses por su militancia en el Partido Peronista Auténtico, una rama política de Montoneros. Pero eso no es todo. Menem fue el gobernador que le abrió las puertas de la política grande y lo designó, con sólo 32 años, ministro de Gobierno de La Rioja. Y fue el presidente que no lo eligió como el sucesor de su poder en la provincia, decisión contra la que El Negro se rebeló. Menem es el padre al que Yoma le quiere demostrar -para demostrarse a sí mismo- que puede conseguir por su cuenta lo que él no le quiso dejar como herencia.
"¡Hola, chango! ¡Qué hacés, hermano! ¡Chau, ja!"
Al llegar a Chepes, Yoma baja la ventanilla, saca el brazo izquierdo y saluda a la gente. Me dice que lo hace por educación. Su Grand Cherokee modelo 99 es "casi mítica": en la provincia todo el que ve la camioneta sabe que adentro va él.
Cuando llegamos al hotel del Automóvil Club de Chepes, entiendo en qué consisten los subsidios. En la conferencia de prensa que da en el comedor, un salón de cortinas amarillentas, El Negro entrega dos fajos de billetes, uno de 1000 pesos y otro de 1500, a dos asociaciones locales: la liga de fútbol de veteranos y una sociedad que cuida perros abandonados. "Cuenten conmigo para lo que los pueda ayudar", le dice, ante las cámaras, al representante de la liga de fútbol, que también recibe tres pelotas desinfladas.
El propio Yoma se encarga de explicar el origen de los subsidios, una miseria comparados con los que El Negro conseguía en los años dorados del menemismo. Cuenta que su fundación, Por Todos, recibe aportes de las empresas del Parque Industrial, a las que él representó ante la Corte Suprema en un juicio por 3000 millones de pesos que les inició la AFIP. El diputado fue, además, vocero contra la caída del régimen de promoción industrial. A las empresas les sirve hacer donaciones para cumplir con la ley de responsabilidad social empresaria, dice él para justificarse.
Esos vínculos le permiten visitar los dos días siguientes cuatro fábricas y llevar su mensaje a los trabajadores. En Chamical, en el sur de la provincia, hace una parada en la planta de Puma. Adentro, el aire está impregnado del olor acre del pegamento fresco. "¡Hola, chango! ¡Qué hacés, hermano! ¿Cómo estás?" El Negro saluda, uno por uno, a los 150 operarios de uniforme rojo que se acercan al centro del salón. A las mujeres les da un beso en cada mejilla; a los hombres, la mano y una palmada cariñosa, entre la quijada y el cuello. Cuando alguno le sonríe, arremete con un abrazo.
"¡Ja! Son cábala, te las doy cuando termine la campaña", le dice a un empleado que le ha pedido que le regale las botas. Es la única prenda que El Negro no se cambia durante toda la semana. Las trajo desde México, donde fue embajador hasta 2009. Ahí se hizo devoto de la virgen de Guadalupe, como lo recuerda la pulsera colorida que ciñe su muñeca derecha.
En medio del círculo de uniformes rojos que se forma en el centro de la fábrica, Yoma se planta con su jean ajustado y su saco de pana negro reluciente. Con una voz potente, que se oye en todo el salón, pronuncia el discurso que repetirá el resto de la semana. Se ufana, "con gran humildad, pero con orgullo", de que de entre las voces de los ocho legisladores nacionales que tiene La Rioja la suya es la única que se escucha en el Congreso y en los medios nacionales en defensa de los intereses de la provincia. Dice que es hora de que La Rioja se rebele ante el poder central con esa "sana rebeldía" que impulsó a los caudillos locales y "al gran Carlos Menem". Se jacta de que él no va a Buenos Aires a mendigar una audiencia con los candidatos presidenciales, sino que los trae a La Rioja, como hizo con Daniel Scioli y con Mauricio Macri.
Entonces recuerdo lo que me comentó el vicepresidente del partido de Yoma, Gabriel Martín, una noche que fui a buscar al Negro a su estudio: "Acá la gente piensa en quién va a conseguir la plata para los aguinaldos y El Negro tiene el picaporte de Buenos Aires". ¿Todavía lo tiene?
Cuando sale de la fábrica Puma, lo esperan dos motos de la policía provincial. Le piden que los acompañe a la comisaría. No le aclaran, o no alcanzo a entender, para qué. Cuando llegamos al lugar, se despejan los fantasmas. Lo hacen sentar del lado del escritorio que les corresponde a los dueños de casa y, como si ellos lo estuvieran visitando a él, le piden una gestión para conseguirles chalecos antibala. "¡Cuenten conmigo, changos! Lo voy a manguear a Macri", les promete, y hace una seña a Juan y a Gustavo, que son su sombra.
Juan Cuenca tiene 48 años, es bajo y habla con la típica tonada riojana, convirtiendo las erres en yes. Trabaja con Yoma desde 1991, cuando interrumpió su carrera de policía. Gustavo García, porteño, parece más joven, pero tiene 50, y es el máximo colaborador del Negro en la Capital. Es también quien recolecta las notas con pedidos que los vecinos le entregan a Yoma en cada visita de campaña. Los dos admiran al Negro, pero no se ponen de acuerdo en un punto: Juan sostiene que cuando usa su sombrero de vaquero Yoma se parece a Indiana Jones. Gustavo, más realista, lo ve igualito al bailantero Antonio Ríos.
Hijo de una familia de la oligarquía de Chilecito, Yoma se recibió de abogado en 1983. Después de acompañar a Menem en el gobierno provincial, fue diputado y senador nacional. Se distanció del ex presidente a fines de los 90 y en 2003 apoyó la candidatura de Néstor Kirchner. Se mantuvo en el kirchnerismo hasta el año pasado, cuando se peleó con Cristina Kirchner, a quien en reuniones con dirigentes cercanos llama "la vieja".
"Me fui porque no me banqué más la prepotencia", me dice durante el viaje a Chepes. Cuenta que hace dos años le colocaron seis stents y que lo que más le "rompe las bolas" de la campaña es no poder hacer gimnasia todos los días. También lo incomodan las cuestiones organizativas: la contratación de publicidad; la pegatina de afiches; la reunión de los fiscales, a los que les tiene que pagar 200 pesos; los acuerdos con las radios locales, que, dice, piden 3000 pesos por la cobertura de los actos.
"Mi problema es que no tengo estructura. Tengo tres o cuatro personas de confianza. Pero nunca pude formar un equipo", se sincera. Después, se hace un silencio y se pierde en sus propios pensamientos. El sueño de ser como Menem parece más lejano que nunca. De pronto, toma el teléfono y llama a un intendente. "¿Me podrás poner a un par de changos para fiscalizar y repartir algunos votos? Ah. Decime cuánto te va a salir y te mando para los gastos. ¡Meta!"
La recorrida en Chepes se interrumpe para el almuerzo, una choripaneada en lo de un vecino. Es una casa de paredes descascaradas. En el frente tiene un playón con el piso de cemento quebrado por los yuyos que crecen sin control. Para ese entonces, El Negro ya entregó el resto de los subsidios que trajo en el baúl de la Grand Cherokee. En dos jardines de infantes, dejó canastos llenos de juguetes. "¡Cuenten conmigo!", les dijo a las directoras. La frase es una marca que Yoma deja en cada lugar que visita y en la que resuena el ya mítico "¡Síganme!".
Después de un par de entrevistas con medios locales, El Negro se sienta en una silla de plástico blanca a comer un choripán, que acá se sirve con mayonesa. De a poco, el sector donde descansa se va poblando de gente. Como en cámara lenta, unas diez personas van formando una fila desordenada para hablar con él. El primero es un hombre de unos 65 años que llega con unas planillas y le pide que interceda para conseguir unos medicamentos. Le habla de viejos tiempos, de amigos en común. Yoma parece no recordar, pero lo abraza, promete que lo ayudará y le dice: "¡Me alegro mucho de verte!". Cuando descubre la fila serpenteante de vecinos que esperan ser recibidos, el dueño de casa invita al Negro a pasar a una habitación pegada al playón, para tener privacidad.
Por primera vez, lo pierdo de vista. Pero me las arreglo para espiar a través de una ventana con cortinas entreabiertas. El cuartito de los pedidos es una habitación pequeña, a media luz, con paredes sin revestir, apenas pintadas de naranja en algún sector. En la cabecera de una mesa cubierta con un mantel de tul blanco, que ocupa casi todo el ambiente, el Negro recibe los pedidos de los vecinos. Los testigos de esa escena son los familiares finados del dueño de casa, que observan desde retratos en blanco y negro que atiborran las cuatro paredes. A la salida, Ana, una señora de piel curtida y mirada cansada, me cuenta satisfecha que le pidió ayuda para que su hija y las amigas puedan irse de viaje de egresados. ¿Y qué le dijo?, quiero saber. Que iba a intentar conseguirles el hotel del sindicato de camioneros en Córdoba.
Dejo de espiar y le pregunto a Marcelito cómo lo ve a Yoma para estas elecciones. "Bien. No sé si todos lo quieren, pero todos lo conocen", me dice, y enseguida agrega: "Si se trabaja bien, se puede sacar un buen resultado. Pero se necesita más plata".
Yoma sale veinte minutos más tarde, rumbo a su camioneta. Pero la sesión de pedidos no terminó.
"Eh, Negro, dejanos para la losa." Tres albañiles le gritan desde lo alto del esqueleto de una casa de dos pisos en plena construcción.
"Qué hacés chango -El Negro mira el cielo-. Andá, Juan, llevale 300 mangos", le dice a su asistente, que cruza la calle. Yoma levanta el índice, en dirección a los albañiles, y grita: "Ahí les mandé a Juancito, que es el que maneja la chaucha". Rumbo a la camioneta, Gustavo comenta: "Eso no es nada. Una vez, regaló el portón de su casa a una Iglesia. La mujer lo quería matar". Habla de Mariel, la segunda esposa del Negro, veinte años menor que él. Antes de ser su pareja era su secretaria.
El último día participo de un asado en la casa de Yoma. Antes de comer, camina por el borde de la pileta y llama por teléfono a su hijo, Anwar, que acaba de rendir matemática, una de las dos materias que le quedaron previa de cuarto año. Pese a sus sueños de grandeza, El Negro suena ahora como un hombre común.
"Hola, pa. ¿Cómo anduviste? No me empecés a pelotudear. ¡Felicitaciones! ¿Cuatro horas te tuvo? Ahora te queda química, ¿no? ¡Qué felicidad! Te quiero un montón."
Cuando llega la noche, en el estudio del centro me cuenta que al día siguiente saldrá de gira por Chilecito, su pueblo natal. Recuerda que ahí sufrió su primera derrota política. Fue a los 11 años, durante un simulacro de votación en la clase de Educación Cívica. La candidata rival, la que le arrebató su primer sueño de gloria, era una compañera "muy linda", dice. Se llamaba Cristina.
Cara a cara con los votantes
Yoma hace campaña al viejo estilo, en contacto con la gente
Hora 16.
A la salida del Automóvil Club de Chepes, el candidato se frena para saludar a un vecino. Acaba de entregar "subsidios" a entidades de bien público de la localidad
Hora 20.
En el viaje a Chepes, Yoma visita el jardín de infantes Jean Piaget, donde dona dos canastos llenos de juguetes. "Cuenten conmigo. Ustedes saben que les cumplo", les dice a las maestras
Hora 46.
En Chamical, en el sur de la provincia, Yoma toma chocolate caliente en la casa de una vecina. Deja como donación una pelota para el equipo local de fútbol femenino
Hora 89.
En el centro de La Rioja, el diputado maneja hacia la Legislatura, donde se reunirá con el vicegobernador Sergio Casas. "La vieja está como loca conmigo", dirá sobre Cristina Kirchner
Por Gabriel Sued | LA NACION
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