Marta mira a lo lejos por la ventana del bar en que estamos conversando y me dice con cierta tristeza: "El peronismo ya no existe y no existirá más". Es una mujer de 40 años, cabeza de una familia con varios adolescentes. Enviudó hace tiempo y debió hacerse cargo de los hijos y las responsabilidades. Muestra buen ánimo a pesar de las dificultades y piensa con lucidez. Le pregunto si cree que Kirchner es peronista: "No", me dice. ¿Y Duhalde? "Tampoco", responde. Ninguno de la larga lista de nombres que le propongo le parece digno de llamarse peronista. Me explica: "Todos los que están ahora son iguales: llevan agua para su molino". El peronismo de Marta es una reminiscencia. No proviene de su práctica, sino del relato de sus padres y abuelos. Ellos lograron tener casa y trabajo en los tiempos de Perón. "El verdadero peronismo es el de Perón y Evita"; "Es la justicia, el reparto de la riqueza", enfatiza. No ve que nadie represente ahora esos ideales. Sin embargo, adhiere al peronismo y votará por alguna de sus variantes en las próximas elecciones. Pero la política no es el tema del que más le interesa hablar. Ocupa un lugar secundario en su vida. Otras cuestiones tienen mayor relevancia para ella. "Hay que sacar a los chicos de la calle, porque si están en la calle caen en la droga", repite varias veces. Relata las vicisitudes de una mujer al frente de la casa: la difícil compatibilidad entre el trabajo -es empleada doméstica- y la atención de los hijos, que no deben escapársele de las manos. Describe, con el talento de una artista de la escasez, las técnicas y astucias desplegadas para administrar un presupuesto exiguo. Diego, que tiene 21 años, escuela primaria completa, y trabaja como personal de limpieza en una gran estación ferroviaria, responde lo mismo que Marta sobre los nombres que le deslizo: "Esos no son peronistas". Sin embargo, rescata la presidencia de Néstor Kirchner. "Muchos consiguieron laburo en esa época", me recuerda. Pero ahora, el panorama cambió: la plata no alcanza; los sueldos están fijos y los alimentos subieron mucho. Esa es su principal preocupación. Y después, la inseguridad: "Viene un pibe de 15 años con un cuchillo y? ¿qué te puede sacar? Unas monedas, un reloj, el celular". Los llama "rateritos"; les teme, pero sabe que pertenecen a su mundo cotidiano: el de las necesidades insatisfechas, el abandono, los chicos que empiezan con el paco a los ocho años. Nadie se lo contó y tampoco puede mirar para otro lado: "Están ahí todo el día, tirados en la estación". A los 50 años, Angel está desocupado. Cursó hasta tercer año de la escuela secundaria y tuvo que abandonarla para salir a trabajar. No tiene cobertura social ni ingresos regulares y debe sostener a una familia numerosa. Apenas consigue alguna changa de vez en cuando. No viste bien y camina con una leve dificultad. Desde su malestar, me hace una dolorosa confesión: "¿Sabés qué pasa? Nosotros somos los de abajo; por eso nos tratan mal. Te dicen que sos gordo, o que sos morochito o que no es suficiente con la educación que tenés". La segregación que denuncia Angel alcanza a su propia casa. Reside en uno de los barrios estigmatizados del Gran Buenos Aires. "Vivo en Fuerte Apache -dice-, pero cuando busco trabajo pongo la dirección de mi vieja porque, si no, no me toman." La adversidad parece el común denominador de estas historias, recogidas en zonas pobres del Gran Buenos Aires. Dificultades para conseguir y conservar el trabajo; presupuestos que llegan hasta el día quince; esfuerzos a veces insuficientes para que los hijos menores estudien, eviten las malas compañías, se aparten de la droga. El padecimiento es constante: los viajes son un tormento; la escuela no educa; el hospital da turnos para dentro de seis meses; no existen redes sociales; no se puede dejar la casa sola porque la roban. Sin embargo, el empeño y la voluntad de tener una vida digna mueve a la mayoría de estos argentinos. Impresionan particularmente las mujeres. Se las ve más dispuestas y dotadas para enfrentar las dificultades cotidianas. Cumplen funciones múltiples: se ocupan de los hijos y aportan a la casa a veces más que sus maridos. El servicio doméstico les ofrece un recurso del que ellos carecen. Muchas mujeres están solas; es notoria la dimisión de los varones a sus responsabilidades familiares. Algunas, las que pueden, se preocupan por estudiar carreras cortas para tener una salida laboral. Y la mayoría es consciente de que la droga les arrebatará a sus hijos en cuanto se descuiden. De los relatos surge el rostro amargo de un país malogrado y desigual. En lo inmediato, se percibe el daño que les infligió a estos sectores la inflación de los últimos dos años. Si existe una coincidencia, es ésta: todavía hay algo de trabajo, pero el dinero no alcanza para cubrir las necesidades. Esa constatación se convierte en resentimiento cuando lo que la gente experimenta con angustia al ir a comprar comida o remedios, el Gobierno lo niega y falsifica las estadísticas. No entienden del todo por qué lo hace. Responden con sorna, gestos de desagrado y la convicción de que están siendo estafados. En una perspectiva temporal más extensa, se comprueba que ya no existe la "movilidad social ascendente". Este término significa que los individuos pueden mejorar su posición en la escala socioeconómica mediante sus logros. El ascenso se manifiesta cabalmente por el progreso material y social a lo largo de las generaciones. Los testimonios que hemos recogido marchan en sentido inverso: los padres y los abuelos alcanzaron mejores condiciones de vivienda, trabajo, salud, seguridad y educación que sus descendientes. La sociología clásica demostró que las circunstancias materiales y culturales condicionan la conciencia. Ello implica, dicho de manera sencilla, que los individuos interpretan el mundo de acuerdo con la posición económica que ocupan y con las tradiciones y creencias que poseen. Por eso hay razones, y no razón; perspectivas, y no dogmas. Por eso, la gente de sectores populares aprecia ciertas cuestiones que causan preocupación y debate con una mirada algo diferente. Señalaré sólo tres, aunque hay muchas más. La primera cuestión es la inseguridad. Mientras las clases medias y altas experimentan el delito con terror y extrañamiento y exigen que se lo saquen de encima como si fuera un perro rabioso venido de un mundo exterior y ajeno, la gente de sectores populares lo vive con temor, pero a la vez con la familiaridad del que lo está viendo gestarse. Ellos son testigos de cómo la delincuencia juvenil y la adicción a las drogas nacen de un vacío de bienes materiales, educación, autoridad familiar y presencia estatal. "¿Y qué quiere que hagan los chicos -me dice con resignación una señora-, si se quedan solos, hay pobreza, la escuela no los contiene, no ven horizontes?" La segunda cuestión es el clientelismo. Lo que para mucha gente de buena condición económica es una práctica repugnante, para las personas que entrevisté consiste en un sistema de intercambios pragmáticos e inevitables cuando la pobreza es extrema. Las madres sin educación y con muchos hijos menores son las destinatarias principales de la ayuda interesada, pero sus vecinos lo consienten porque saben cuál es la realidad que la genera. Si esas mujeres no recibieran dinero o alimentos por ir a un acto político, acaso no tendrían qué comer al día siguiente. La tercera cuestión es la política. Hoy, una gran distancia separa a las clases populares de los líderes y las prácticas de la democracia. El desapego a lo público no es, por cierto, una singularidad de estos sectores, pero en ellos se expresa una dramática evidencia: si no existen las condiciones materiales y culturales de la ciudadanía, no puede esperarse aprecio e interés por el sistema. Para los de abajo, la política es un ruido lejano, una ceremonia de extraños, un negocio del que se sienten socios menores. Dentro de pocos días, estos argentinos concurrirán a votar. A pesar de las dádivas que reciben y de la opacidad política que muestran, les he oído decir algo esperanzador: "En el cuarto oscuro, uno hace lo que quiere". Con esa secreta autonomía, elegirán entre antiguas estructuras y escasos dirigentes que prometen innovar. La muerte de Alfonsín reverdeció los valores democráticos de la clase media. Los sectores populares siguen esperando, con infinita paciencia, que alguien recoja el legado de Perón. Pero ambos estratos miran, quizá sin advertirlo, hacia atrás. Los ideales no son metas para ellos, sino recuerdos encarnados en muertos ilustres. Esta distorsión es el síntoma de un país estancado, sin destino. Cuando evoquemos con respeto a los líderes que se fueron, pero pongamos nuestra esperanza en el futuro; es posible que la Argentina retome el rumbo. Tal vez entonces, los del medio se sientan más seguros y los de abajo puedan abandonar la pesadilla cotidiana.
El autor es sociólogo y director de Poliarquía Consultores.
No hay comentarios:
Publicar un comentario