Es una clara señal la omisión de la Argentina en las giras de presidentes y emisarios de países centrales por la región. Es peor querer estar solo que estarlo. El gobierno argentino, sin embargo, actúa como si pretendiera hacernos creer que se encuentra cómodo con su voluntariosa política de aislamiento de la comunidad internacional y de cercanía con un régimen detestable, desde la perspectiva democrática, como la Venezuela de Hugo Chávez. Ese régimen se ha convertido, por obra de los Kirchner, en la principal agencia externa del país. Con los otros gobiernos, incluidos los del Mercosur, las relaciones se ciñen a encuentros en cumbres presidenciales. Con los Estados Unidos, como ha hecho público la presidenta Cristina Kirchner con sus recientes críticas contra Barack Obama, no parece haber interés en conciliar posiciones. Si en 2007 había tres puertas siempre abiertas, Brasilia, Madrid y Caracas, hoy sólo queda la última. Pocos jefes de Estado han demostrado interés en visitar la Argentina y poca predisposición ha exteriorizado la Presidenta en salir del país. Ha llegado a suscitar estupor, incluso en las raleadas filas del oficialismo, al haber suspendido a último momento la gira que iba a realizar por China. La descortesía con la segunda potencia mundial y país emergente más importante se originó en razones tan difíciles de entender en cualquier parte como la desconfianza visceral de la Presidenta en el vicepresidente Julio Cobos. Años atrás, el entonces presidente Néstor Kirchner propinó un desaire casi aún peor a quien era presidente socialista de Portugal. Con sólo un mes de anticipación, le hizo saber que no podría recibirlo a pesar de haberse organizado con tiempo holgado -como es natural en estos casos- su visita a la Argentina. En Lisboa se quedaron con la boca abierta y prepararon a las apuradas un viaje a Paraguay. Desde la crisis de 2001, la Argentina ha resignado presencia y protagonismo en el escenario internacional. La dureza de esa crisis pudo explicar en su momento la involución de nuestro país frente al mundo. Nueve años después, el aislamiento persiste y, por actitudes desprejuiciadas y hostiles de la pareja presidencial, se ha agravado. La ruptura con las normas más elementales de la convivencia internacional ha resultado ser tan asombrosa como incongruente con otras gestiones. Embajadores políticos de categoría intelectual y emocional insuficientes para representar a empresas de escaso calado se sofocan, mientras tanto, en arduos y penosos trámites para conseguir que alguna figura de relevancia venga a Buenos Aires. Jacques Chirac, aún presidente de Francia, estrenó una ruta en su periplo por el Cono Sur: Chile y Brasil, sin escalas en nuestro país. Es posible que el presidente Obama emprenda el mismo periplo en su próxima gira. La secretaria de Estado, Hillary Clinton, se dispone a viajar desde pasado mañana a Uruguay, Chile y Brasil, entre otros países de la región, pero pasará por alto a la Argentina. ¿Por qué habría de venir la señora Clinton, después del destrato oficial sufrido aquí por Arturo Valenzuela, el funcionario de más alto rango de su cartera en América latina? ¿O es imaginable que el gobierno de Washington, aun cuando se encuentre en manos demócratas, vaya a olvidar fácilmente la estupidez de haber contribuido la Argentina a organizar en 2005, en Mar del Plata, una contracumbre con la que se agredió al presidente George W. Bush?. El pasado reciente está plagado de hechos absurdos que trastornan la inserción hasta en países en los cuales la Argentina era valorada por su peso específico. Casi nadie piensa que son previsibles las políticas argentinas, lo cual dificulta todavía más cualquier palabra o gesto aislado de sensatez diplomática. Una vez más, la asombrosa voluntad de permanecer fuera del mercado internacional de capitales, como consecuencia de celebrar incumplimientos contractuales y pretender imponer una prepotente y costosa fórmula en la renegociación de la deuda externa, ha potenciado la opinión externa negativa para el país. Uno de cada cuatro de los acreedores de la Argentina ha procurado cobrar sus acreencias en las más variadas jurisdicciones. Lo cual es lógico. Ni siquiera la sorpresiva transformación del G-20 en el foro en el cual el mundo tanto discute las urgencias económicas más graves como la reestructuración de la arquitectura financiera internacional ha contribuido a mejorar nuestra situación. Poco parece importarles esta situación a los Kirchner, cuya política exterior ha estado siempre subordinada a sus necesidades domésticas. Si estimularon el estallido del conflicto de las pasteras con un país hermano como Uruguay y han permitido que un grupo de vecinos se arrogara la representación de la Nación, ¿qué podría esperarse de mejor en cuanto a los vínculos con otros Estados? A diferencia de la Argentina, países como Brasil, Uruguay, Chile y Perú se han limitado a comportarse con normalidad en la arena internacional. O sea, han profundizado su relación con el mundo para tender puentes y captar inversiones. Con lecciones de economía, al estilo de los patéticos programas oficialistas de televisión nocturna, la Presidenta suele pasearse por los escenarios internacionales. Alguien debería explicarle que de esa manera el país estará condenado al aislamiento hasta que por lo menos concluya el actual período de gobierno. Es hora de cambiar conductas y estilos, así como de dejar de lado la vanidad y la grandilocuencia hueca. Es tiempo de asumir la sobriedad apropiada para una política seria y pragmática, de volver con rigor profesional a las acciones en que nada se halle antepuesto al interés nacional. También es necesario comprender que una política exterior debidamente fundada requiere de la labor paciente en una dirección inequívoca. De lo contrario, sería excesivo pedir a los demás que entiendan aquello que ni siquiera nosotros, los argentinos, tenemos claro.
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