jueves, 2 de septiembre de 2010

OTRA GUERRA DE PODERES, LAS RAICES DE LA OFENSIVA DEL GOBIERNO CONTRA LOS MEDIOS.

Esta es una vieja historia entrelazada con nuevas arremetidas contra la prensa. Lo que viene ocurriendo en nuestro país, durante estos últimos años, se suma a una serie de episodios revestidos de retóricas tan distantes en apariencia como las que encarnan Hugo Chávez en Venezuela y Silvio Berlusconi en Italia. No importa que uno de estos liderazgos instale su discurso refundador de la democracia sobre la inagotable cantera de las hegemonías caudillistas iberoamericanas, o que el ya vetusto galán de esta Italia de comienzos de siglo (cultura política por cierto inagotable) ocupe el lugar más destacado en el bajo fondo de las corrientes de derecha. Tanto da: los dos representan en diferentes escenarios el antiguo argumento que la emprende contra los medios de comunicación. En las claves del populismo de izquierda y de derecha, la admonición de Bonaparte reaparece así con lozanía: a la prensa, en efecto, no hay que aflojarle las riendas. Reconozcamos, sin embargo, que el contexto ha cambiado vertiginosamente con respecto a lo que acontecía hace dos siglos. Hoy los medios de comunicación son omnipresentes para informar, investigar, influir en la esfera pública o, simplemente, para reproducir unas modas que, como alguna vez dijo Georg Simmel, combinan el pensamiento con la estupidez. Este es un dato novedoso que sería absurdo negar. En la constelación de valores e intereses de la sociedad civil los medios han ascendido hacia una posición predominante. ¿Son acaso más fuertes que el Estado mismo? Aquí es donde se traza una línea divisoria de las aguas que nos retrotrae a los antiguos debates en torno a la libertad de prensa. Siempre hubo en estas polémicas una referencia implícita o explícita hacia un conjunto de poderes ocultos que, como astutos titiriteros, manipulan la opinión pública, embarullan las ideas y enmascaran con elocuentes invocaciones a la libertad sus propósitos ocultos. Según las épocas y las diferentes usinas ideológicas desde donde se disparaban los proyectiles de la batalla, estos poderes actuaban al modo de un gran hacedor frente al cual los poderes formales de las democracias constitucionales hacían las veces de pobres marionetas. Alguien, o un grupo, una empresa monopólica, una clase social, una iglesia, una raza, manejaba entre bambalinas los hilos de la política. Naturalmente, esa filosofía de la sospecha, armada en todo caso para el combate ideológico, pretendía ser el instrumento más eficaz para derribar esa estructura malsana que fabricaba por doquier relatos basados en la falsificación y el engaño. En la circunstancia en que levantaran vuelo las pasiones revolucionarias, nacionalistas e integristas, la filosofía de la sospecha debía culminar instaurando un poder redentor capaz de revelar, a las masas ignorantes de aquella conspiración, el verdadero rostro de los intereses populares. Para ello -se decía- nada mejor que un Estado con la aptitud suficiente para desenmascarar e imponer de una vez por todas la verdad antes mutilada. La historia del siglo XX conoce las consecuencias de esta visión de las cosas. En general, estos efectos concluyeron levantando una dominación estatal mucho más trascendente, por la extensión e intensidad de la coacción, que aquella detentada por sus enemigos de la víspera. Al momento de la caída del Muro de Berlín, hace ya veinte años, no faltaron espectadores de la actualidad histórica que creyeron que esos procesos habían sucumbido definitivamente. Error de proporciones. Jamás los procesos históricos se presentan en estado puro sin que los antecedentes del ayer se confundan con los hallazgos del presente. En realidad, lo que ahora se desenvuelve ante nuestra mirada -aquí, en Venezuela o en Italia- es un argumento menos pretencioso, cruzado desde luego por intereses contrapuestos, en el cual la voluntad de poder aparece envuelta por nudos de corrupción y por una concepción del capitalismo de amigos que, por supuesto, no sólo es aplicable al mundo de los medios de comunicación. ¿De qué se trata en definitiva? En primer lugar, se procura acrecentar el poder de un Estado que se considera débil frente a la enjundia, tamaño y pretensión monopólica de los medios de comunicación. Durante el período del primer peronismo, entre 1946 y 1955, la terapia para alcanzar tal objetivo consistió en la estatización lisa y llana de la mayoría de las empresas de la prensa escrita y de la radiodifusión (la televisión apenas comenzaba y el único canal existente estaba subordinado, como hoy se puede comprobar en Canal 7, a los dictados de la entonces Secretaría de Prensa y Difusión). En la actualidad, los instrumentos empleados son distintos, quizá porque la política de estatizaciones no goza de la legitimidad de antaño. Por eso, las experiencias que inspiran estas estrategias de control habría que explorarlas en el seno de provincias chicas con regímenes hegemónicos, como, por ejemplo, Santa Cruz o San Luis. Recorriendo caminos semejantes, y gracias al auxilio de los recursos públicos (en especial, mediante la publicidad oficial), asistimos al montaje de una red de emisores ubicados en todos los campos comunicacionales (canales oficiales, radio, diarios, televisión, Internet en sus diferentes e innovadoras variantes) unidos por un mismo impulso y propósito: contrarrestar a las grandes organizaciones de la sociedad civil, recreando una nueva historia oficial y haciendo uso de una batería de leyes de prensa y audiovisuales. Codo a codo con las cuestiones constitucionales que estas medidas involucran es preciso, por tanto, subrayar las relaciones belicosas hoy manifiestas en el campo de las comunicaciones, entre el Estado y el componente económico de la sociedad civil. Obviamente, en una democracia en forma no hay que desconocer la exigencia de deshacer cuanto arreglo monopólico afecte la expresión de una competencia sin trabas. Sin embargo, cuando paralelamente se advierte el montaje de unas organizaciones mediáticas en franco crecimiento, solventadas descaradamente por los dineros públicos, esas intenciones, aunque se las presente en nombre de los derechos humanos, adquieren un tinte opaco, más encubridor que los intereses que los mismos gobernantes pretenden demoler. Esta situación se hace aún más espesa cuando el interés universal del Estado se confunde con el interés faccioso de un gobierno. Con esta mezcla resistente (en los hechos nunca en la Argentina pudimos diferenciar plenamente el Estado de los gobiernos sucesivos), el oficialismo está apuntalando otra guerra de poderes. No sabemos dónde puede conducir tamaña trifulca. Si, por un lado, el Poder Ejecutivo ha recurrido a los poderes Legislativo y Judicial para saldar el conflicto, por el otro la propaganda no amaina y las agresiones, junto con las amenazas, aumentan. Los efectos están a la vista: las partes involucradas se radicalizan y la agenda de las cuestiones públicas más urgentes se empantana. ¿Es esto, acaso, lo que persigue el Gobierno, destruir la concordia básica impulsando a toda hora una escalada del conflicto? El campo, luego los medios... ¿y después? La buena noticia es que estos conflictos no concluyen con victorias terminantes. Sería aconsejable que en Olivos se tomara nota de ello. Pero si este temperamento no prosperase y se insistiese en embestir sin ton ni son, las fricciones y el sentido agonal de la política seguirán cosechando sus peores frutos. La primera hipótesis es para espíritus proclives al cálculo de probabilidades; la segunda, para cabezas calientes. Por ahora prevalece esta última.
Por Natalio Botana. Para LA NACION

No hay comentarios: