Los problemas y el enorme potencial del agro argentino quedaron de relieve en el congreso anual de Aapresid. En la sociedad del conocimiento resultan cada vez más patéticos los bolsones de la ignorancia gubernamental y de otras expresiones populistas sobre lo que ha representado para los intereses generales del país la extraordinaria productividad de la agroindustria argentina. Atacado por los sectores más retrógrados del oficialismo y por los impulsores de una cultura reñida con el trabajo, el sacrificio y la asunción de riesgos personales, el campo se enfrenta ahora con la posibilidad de que desafortunadas propuestas sobre el régimen de arrendamiento de tierras interfieran en su aptitud para seguir creciendo. Insólito fenómeno en un mundo que reclama cada vez más alimentos y capacidad para generar energías menos contaminantes, más inversiones privadas y menos irresponsabilidad estatizante. Como ha ocurrido en las ocasiones anteriores, el congreso anual de la Asociación Argentina de Productores en Siembra Directa (Aapresid), que acaba de realizarse en Rosario, constituyó un observatorio ideal para evaluar las principales cuestiones que se debaten alrededor del eje agropecuario y de los servicios e industrias conexas. Los dos mil asistentes al encuentro, en general hombres y mujeres jóvenes, representaron, por el interés en consolidar conocimientos con el que siguieron las exposiciones, a la gran masa crítica de recursos humanos argentinos que no sólo están a la vanguardia de las experiencias rurales y agroindustriales más avanzadas en el mundo. También mostraron la voluntad de involucrarse en todo lo concerniente a la marcha de las instituciones, como lo han testimoniado desde el año último, y la perplejidad que han provocado en ellos, después de la derrota gubernamental en las elecciones de junio, las controversias abiertas en el seno de la oposición por figuras sin dimensión para encarnar papeles eminentes en la esfera nacional. La severidad crítica, como era natural, se acentuó sobre las políticas oficiales y los corifeos, prendidos de un modo u otro del presupuesto nacional, que han salido a pretender instalar mitos sobre la gravedad supuesta para la pureza ambiental de insumos que han contribuido al aumento de la producción agrícola. La más efectiva de las desautorizaciones que aquellos han recibido hasta el presente provino en Rosario de un destacado científico que integra el elenco gubernamental, pero como una suerte de rara avis, a juzgar por la independencia de criterio con la que preserva el valor de la palabra. Ha sido una pena que la presidenta de la Nación, en lugar de haber consagrado un tiempo llamativo al fútbol, no haya dedicado una jornada a interiorizarse sobre una de las actividades que más debería enorgullecerla como argentina. Habría aprendido, por ejemplo, que el ingreso per cápita de los habitantes del país creció más cuanto más abierta fue la economía. Dada su afinidad con el popular deporte, habría anotado la Presidenta que, así como a veces es más fácil hacer un gol que errarlo, estos años hubiera sido más sencillo construir el país que empeñarse en demolerlo. Con el viento de cola de una economía internacional singularmente propicia para los intereses argentinos como la de 2003-2007, se invirtió la relación de los términos de intercambio y, en poco tiempo, el costo de una notebook pasó de 25 toneladas de soja a sólo 2,5 toneladas de ese cereal. Con la siembra directa, que llega hasta el 95 por ciento de las tierras cultivadas de la provincia de Córdoba, y otras prácticas agronómicas, más la tecnología aplicada a las semillas, a la fertilización y al combate de plagas, en una sola década los índices de productividad subieron el 55 por ciento en el caso del trigo, el 43 por ciento en el de la soja y mucho más aún en el maíz. Estudios mundiales indican que todos los días, por crecimiento demográfico, 214.000 bocas se suman a la búsqueda de alimentos y compiten por obtenerlos con los otros 1500 millones de seres humanos en estado de desnutrición. Nuestro país constituye uno de los modelos con mayores posibilidades de dar respuesta a ese verdadero derecho moral. La Argentina ha demostrado una aptitud casi única para atender aquellos requerimientos y, al mismo tiempo, cuidar los recursos naturales en juego. El del suelo, por ejemplo, que en la historia de la agricultura ha llevado a la degradación en el mundo de más de 29 millones de kilómetros cuadrados. O el del agua potable, que el país aprovecha en mínima parte en relación con sus existencias, al igual que el resto de América latina, depositaria del 31 por ciento del caudal mundial -es decir, más del doble de lo que hay en América del Norte y en Europa-, pero que sólo consume el 2 por ciento. El agua, como instrumento para transformar la energía lumínica en alimentos, ocupó uno de los lugares centrales de esta reunión de notable significación, realizada bajo la intencionada invocación de "La era del ecoprogreso". Otro capítulo central fue el de la agricultura certificada, que está comenzando a abrirse paso desde Aapresid, con la voluntad de garantizar la excelencia de las marcas del campo argentino a través del cumplimiento de protocolos sobre buenas prácticas agronómicas. Frente a la conjunción de fuerzas que se le oponen y que han extraído hasta el 40 por ciento de su riqueza para derivarla a sectores ineficientes por sí solos de la economía nacional, el campo argentino encuentra en congresos como el de Aapresid el estímulo para continuar, a pesar de todo, con un empuje envidiable e indeclinable. El que ha hecho posible que en 1960 alimentara a dos personas por cada dos hectáreas trabajadas y que hoy alimente a cuatro, mientras se traza metas aun más ambiciosas para el interés de todos los argentinos.
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