El egocentrismo, el personalismo y la dificultad para el diálogo obstaculizan cualquier proyecto colectivo. La dirigencia argentina ostenta un patológico estado de fragmentación. Este rasgo no se reduce al incesante internismo de la política. Se extiende por toda la sociedad civil, minando la vida empresarial, sindical, social y cultural. En el terreno de la vida partidaria, las manifestaciones de este mal se multiplican, como lo demuestra el panorama que ofrece la oposición al Gobierno. Todos los convenios que se realizaron durante la campaña electoral parecen hoy estar rotos. Entre Elisa Carrió y Margarita Stolbizer estalló una rencilla, y entre la líder de la Coalición Cívica y el vicepresidente de la Nación, Julio Cobos, otra. El propio Cobos, que había regresado a la UCR envuelto en la emoción por la muerte de Raúl Alfonsín, mantiene en estos días entrevistas más frecuentes con dirigentes del peronismo que con sus propios correligionarios. La cohesión con la que el Acuerdo Cívico y Social se ofreció al electorado en 16 distritos, el último 28 de junio, parece hoy un espejismo retrospectivo. Entre la dirigencia peronista existe una dispersión parecida. No sólo por la gran fractura entre quienes están en el poder y quienes se les oponen sin abandonar la misma organización. También entre estos últimos reina la discordia. Francisco De Narváez tuvo que hacer gestiones especiales para que Felipe Solá lo acompañara en un acto público. Y Solá medita si no será más conveniente abandonar el proyecto común en homenaje a una candidatura presidencial que compite con la de Mauricio Macri. ¿Qué diálogo puede reclamar del oficialismo una oposición cuyos dirigentes no dialogan entre ellos ni son capaces de construir una sólida agenda legislativa común? Si en el kirchnerismo las fisuras están disimuladas es porque su implantación en el Estado hace las veces de aglutinante. Sin embargo, allí la escasa propensión a la convivencia provoca un desprendimiento tras otro. A tal punto que los blancos principales del malhumor que reina en Olivos son antiguos servidores (Alberto Fernández, Sergio Massa, Graciela Ocaña), más que adversarios declarados. Entre los que permanecen integrados la desarticulación es casi un objetivo buscado. Desde lo más alto del poder se fomenta la falta de intercambio entre los ministros, comenzando por la prohibición de realizar reuniones de gabinete. Esta tendencia centrífuga que atraviesa a toda la política está animada por muchos factores. Uno muy relevante es la dificultad para el diálogo. Es decir, la falta de predisposición a escuchar al otro, sin dar por supuesto de antemano lo que va a decir. Esta carencia es una gran usina de crisis. La Argentina está sumergida en un mar de palabras que es, a la vez, un mar de incomunicación. Hay otro fenómeno que es, a la vez, causa y consecuencia de esta fragmentación: el egocentrismo. La escasa capacidad para el acuerdo ha minado a las instituciones de la sociedad política y civil. La atrofia de nuestro sistema de partidos dejó a la vida pública en manos de grandes protagonistas individuales, que se mueven sin más órbita que la que fijan sus propios diagnósticos o ensueños, obedecidos por seguidores que no tienen más estructuración que la de un cardumen. El personalismo empobrece hasta las disidencias. Cualquier intento de coordinación se frustra por motivos cada vez más superficiales y anecdóticos. El mapa más perfecto para contemplar estas divisiones es el Congreso, que se ha convertido en un mosaico de minorías. Cuando Alexis de Tocqueville se preguntaba cuál es el modo de que una democracia se ponga a salvo de la dictadura de una mayoría equivocada, la respuesta era una sola: por el ejercicio de la asociación. Las redes sociales son un tejido que enriquece a la democracia y modela al poder. Entre nosotros esos lazos están muy debilitados. Sobre todo en el espacio de la sociedad civil. Acaso el ejemplo más nítido lo provean las organizaciones empresariales, donde las alianzas entre colegas son sustituidas por una competencia despiadada de unos contra otros para ganar el favor del Estado, que es el que, de mil maneras, determina qué porción de mercado le corresponde a cada uno. Un canibalismo aún mayor se puede advertir en la vida sindical, donde se multiplican las facciones con las denominaciones más diversas. El origen de la segmentación es siempre el mismo: la lucha por la caja de los recursos públicos, sobre todo los del presupuesto destinado a la salud. El caso de Hugo Moyano es paradigmático: su liderazgo se anima en el interés de rapiñar subsidios y afiliados en beneficio de su gremio y en detrimento de los otros a los que debería representar. La sociedad paga un costo altísimo con esta propensión a la discordia y la separación. En principio porque la falta de comunicación conspira contra la calidad de las decisiones. No hay forma de mejorar una idea sin la cooperación de otro. Sin la confrontación con la idea del otro. Sin la incorporación del punto de vista del otro. La fragmentación es lo contrario del pluralismo. Sin diálogo tampoco hay acuerdos y sin acuerdos no hay largo plazo. Los proyectos tienen, en un estado de cosas semejante, la densidad y la duración de las propuestas o los deseos individuales. Resulta imposible construir con esa materia un proyecto colectivo.
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