Quisiera advertir acerca de la mentira que esta expresión contiene si la referimos a la cuestión social, cuando decimos que los bienes no alcanzan para todos. Esta expresión solemos escucharla a menudo. Sobre todo en tiempos de crisis o cuando se avecinan horizontes de dificultades económicas. Quisiera advertir acerca de la falacia –o mejor: mentira– que esta simple expresión contiene si la referimos a la cuestión social, cuando queremos decir que los bienes no alcanzan para todos. Si miramos nuestro país, todos afirman (oficialistas y opositores, INDEC y otras fuentes) que hubo un crecimiento económico importante (como en otros países de la región y del mundo) entre 2002 y 2007. Creció la riqueza, pero la pobreza, si bien descendió, no lo hizo en la misma proporción. Claro que descendió la pobreza, pero la distribución de esa riqueza generada no fue equitativa. No es suficiente un progreso desde el punto de vista económico y tecnológico. El desarrollo ha de ser integral, que abarque “a todo el hombre y a todos los hombres” como afirmó Pablo VI en 1967. Para algunos sectores de la población, la frazada se extendió para cubrir a alguien más de la familia. Para otros, alcanzó para cubrir una mascota o algún gasto excéntrico. A unos, para comprar una bici usada; a unos pocos, para adquirir un yate, un avión o un vehículo de lujo. Es absurdo pero no falso: hay mascotas que “consumen” más gastos que miles de niños: alimentos balanceados, peluquería, baños, paseador, veterinario. Hubo crecimiento económico pero no desarrollo. Pablo VI también señalaba que “el mundo se encuentra en un lamentable vacío de ideas”. A más de 40 años nos seguimos lamentando por lo mismo. Este vacío de ideas trajo también para muchos un vacío de afecto, de sentido. Hace pocos días, el papa Benedicto XVI en su nueva Encíclica Social decía: “Una de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad. Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del aislamiento, del no ser amados o de las dificultades de amar”. El crecimiento del relativismo hace que no toda persona humana sea reconocida en su dignidad absoluta e inviolable. Somos creaturas del mismo Dios, hechos a su imagen y semejanza. Esto es afirmado por la confesión religiosa de judíos y cristianos. Sin embargo, lo que no dudamos a la hora de rezar, es puesto en tela de juicio a la hora de repartir. Al momento de mirar el corazón (alma) de cada uno lo afirmamos, a la hora de mirar el bolsillo lo rechazamos como si fuera la peor herejía. La sociedad (nosotros) somos paradójicamente dogmáticos y herejes, según convenga. Y acá, por favor, paremos la pelota. Corremos el serio riesgo de naturalizar la pobreza. No avergonzarnos ante una familia durmiendo en la calle, pasar de largo ante quienes sobreviven en la miseria son signos de una sociedad decadente. Es lamentable el crecimiento del individualismo y el desinterés por la suerte de los demás. Digámoslo en otros términos, si prefieren: la otredad de nuestros hermanos pobres nos interpela. “En las zonas más pobres, algunos grupos gozan de un tipo de superdesarrollo derrochador y consumista, que contrasta de modo inaceptable con situaciones persistentes de miseria deshumanizadora.” Si así tratamos a los seres humanos, ¿cómo es de esperar que tratemos a la naturaleza, también creación de Dios? Con prepotencia y descuido semejantes. “El modo en que el hombre trata el ambiente influye en la manera en que se trata a sí mismo, y viceversa.” (CIV 51) “La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público. Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos. Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo.” Mientras en el mundo crece la preocupación por preservar y cuidar las fuentes de agua dulce, nosotros avanzamos en dinamitar glaciares milenarios para extraer el oro que está debajo; y una vez destruido, derretirlo para mezclar el agua con cianuro y “limpiar” el oro. La frazada crece para unos pocos (locales y visitantes) y deja en descubierto el futuro.
Por Monseñor J. Lozano. Obispo de Gualeguaychú.
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