Los disturbios recientes en el área metropolitana y los datos sociales ilustran, cada uno a su modo, las enormes dificultades que se enfrentan para superar los problemas de pobreza, desigualdad y marginalidad. La tasa de pobreza asciende a 12% de la población total en los cómputos oficiales pero escala al 23% si se utilizan para el cálculo los verdaderos precios de la Canasta Básica Alimentaria, que duplican a los registrados por el INDEC. Se trata de 9,3 millones de compatriotas que viven en esa condición (4,5 millones más de los que revela el INDEC). La indigencia, que en los datos oficiales es de apenas 3%, en nuestras estimaciones trepa al 8% de la población. Pero el dato de pobreza a nivel nacional esconde grandes disparidades regionales. El norte argentino es la zona más castigada, con una tasa del 42% en el noreste y del 34% en el noroeste. En los partidos del Gran Buenos Aires, el 24% de la población permanece por debajo de la línea de pobreza. Ocho años de fuerte crecimiento fueron suficientes para retrotraer los indicadores a los valores previos a la crisis pero insuficientes para entregar una mejora apreciable. Esto sugiere que las raíces del fracaso deben buscarse en causas que no sean la falta de recursos para políticas sociales o el desempleo abierto.En el período 2003-2010 el gasto público trepó 10 puntos porcentuales del producto, lo cual indica a las claras que no hay motivos para pensar que la restricción fiscal haya sido una limitante. Mientras que el desempleo bajó a 7,5% luego de un pico del 20% en 2002. Una primera razón debe buscarse en la política de gasto social. Aquí hay dos avenidas de análisis diferenciadas. La primera es que el gobierno renegó hasta 2010, cuando se introduce la Asignación Universal por Hijo, de una estrategia de asistencia universal cuya principal contraprestación es la escolarización y vacunación de los hijos (los beneficiarios). Estas políticas fueron un éxito probado en muchos países de Latinoamérica en los últimos 15 años. El Brasil de Lula quizás sea el más reconocido, cuando su gobierno alentó y profundizó un programa social que había sido gestado durante la administración de Fernando Henrique Cardozo. La segunda, es que hay muchas presunciones respecto a que, en los últimos años, el gasto social ha sido orientado con criterios políticos y destinado a financiar organizaciones y estructuras territoriales afines al gobierno. También aquí, la batería de planes ha tenido una escasa exigencia de contraprestación en materia de trabajo, capacitación y mejoras en las condiciones de salud, que son las herramientas que -a la larga- permiten superar la marginalidad bajo la forma de un empleo productivo y formal. Un segundo factor son los problemas estructurales del mercado de trabajo. Los datos muestran que, a diferencia de los 90s, la pobreza no tiene sus raíces en el desempleo: el 85% de los hogares pobres cuenta con al menos un ocupado. Según INDEC, el 50% de los trabajadores recibe ingresos mensuales inferiores a los $2.000 y los trabajadores informales (de bajísimos salarios y mínimas prestaciones sociales) representan un 36% del total. Una tercera razón es la inflación. Aquí no hace falta explicar nada. Apenas mencionar que los salarios del sector privado informal crecieron 23% en 2010 pero los alimentos aumentaron 34%. La evolución de la pobreza en nuestro país muestra dos etapas bien diferenciadas a la salida de la crisis. En la primera, la pobreza descendió rápidamente desde el 57% en 2002 al 27% en 2006. Desde entonces, disminuyó apenas 3 puntos porcentuales y la indigencia 1/2 punto, a pesar de un crecimiento económico acumulado del 20% desde 2007. La estabilización de la tasa de pobreza en los últimos 3 años es un dato que Argentina comparte con el resto de Latinoamérica. La recuperación cíclica de las economías de la región permitió reducir fuertemente el desempleo y aumentar rápidamente los ingresos de las familias. Aquí y allá, este proceso de recuperación del empleo fue el principal motor del descenso de la pobreza hasta 2007. Pero la disminución del desempleo ya aportó todo lo que podía aportar. Argentina y muchos países de la región están chocando contra el núcleo duro de la pobreza estructural, cuya erradicación depende de políticas económicas y sociales de largo aliento. Además de bajar la inflación, el desafío de la hora es contar con trabajadores mejor calificados para crear empleos bien remunerados. Para esto se precisa, además de una combinación de políticas sociales bien orientadas, focalizar los esfuerzos en la educación y la salud como forma de incrementar el capital humano, la productividad y los ingresos de los trabajadores menos calificados. En este frente, el camino por recorrer es todavía extensísimo. Los indicadores sociales no serían tan decepcionantes de no ser porque se encuadran en un contexto de fortísimo crecimiento empujado por condiciones externas inmejorables. Cabe entonces preguntarse cuál sería la dinámica social y política en un marco externo menos holgado. Las tensiones sociales que emergieron recientemente no fueron propias del crecimiento y la pelea distributiva, como gusta argumentar el gobierno ante cada problema económico y social que emerge y que, generalmente, permanece irresuelto. Por el contrario, los conflictos parecen más vinculados a las necesidades que generan la pobreza y la marginalidad en materia habitacional, de seguridad y, en algunos casos, alimenticias.
Por Luciano Laspina
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