En la década de los 90, nuestro país se anticipó en la región sancionando una nueva y moderna legislación minera. Invariabilidad tributaria, regalías y un riguroso abordaje de impactos ambientales fueron el resultado de un importante consenso entre los diferentes actores políticos de la argentina. Nuestro país acostumbrado a construir políticas desde visiones maniqueas, intentaba revertir en un marco de amplios consensos, el centenario atraso en que inexplicablemente se encontraba la industria minera. En tiempos en que la expresión “política de estado” se usa a diario, en cualquier ocasión, convirtiéndose en un simple eslogan, vale tomarnos un par de renglones para expresar que debe entenderse cuando la pronunciamos. Política de estado es aquella en la que no importa quién esté en el gobierno, que la tarea que inició uno, otro de distinto signo la continúa, que toda modificación en función de nuevas variables locales o internacionales se discuta y acuerde, que nadie haga con ella una bandera electoral porque a todos les pertenece. A la notoria y lamentable simpleza de la dirigencia argentina en general, debemos sumarle la increíble confusión de términos cuando hablamos sobre la cuestión minera. Confusión que un buen maestro no le perdonaría al alumno en ningún examen. Valen como ejemplos el grosero uso de los términos: impacto ambiental como sinónimo de contaminación y estabilidad fiscal como equivalente a exenciones impositivas. Las actividades del hombre impactan el ambiente. La construcción de una calle, la circulación vehicular, un aeropuerto, la realización de un dique, los desechos urbanos o industriales, las redes eléctricas, los canales de riego: todas producen modificaciones en el medio ambiente impactándolo de diferentes maneras. Hay impactos negativos temporales y otros definitivos; pudiéndose en ambos casos en un marco de un desarrollo sustentable: trabajar recomponiendo, mitigando o rehabilitando el ambiente afectado. Pero sólo un perturbado frente al impacto definitivo que produce la construcción de un barrio, puede decirnos que ese barrio nos ha contaminado. La minería impacta fuertemente un lugar muy pequeño en donde se llevan adelante las labores de extracción, tratamiento y depósitos de minerales no valiosos. Pero de ninguna manera tiene permitido alterar los valores naturales de aguas de ríos, del aire o del suelo que circunda a una mina, ni perjudicar los componentes bióticos (con vida) que componen el eco-sistema del lugar. Se advierte con razón que la capacidad de transmitir explicación es uno de los recursos distintivos del ser humano. A través de relatos tan breves como delirantes muchos compatriotas compraron el cuento de que la minería no paga impuestos y sólo deja “míseras regalías”. La minería como la industria petrolera y como en los países de la región tiene un régimen de invariabilidad tributaria, que reitero, está a las antípodas de las falazmente pregonadas exenciones impositivas. Paga todos los impuestos, no tiene subsidios, liquida retenciones a las exportaciones que no existen en ningún país productor del mundo y paga regalías que por nuestra organización constitucional, le pertenecen a las provincias en que se encuentran los yacimientos. Sólo desde el desconocimiento o desde intereses inconfesables se puede seguir sosteniendo que la minería contamina y no deja nada. Podemos debatir sobre cuestiones fiscales nacionales, provinciales y municipales, ponernos de acuerdo o tener miradas diferentes. Debemos coincidir en promover la mejor y más capacitada agencia para realizar los múltiples controles de seguridad, explotación racional del recurso mineral, y protección ambiental en el desarrollo de los proyectos mineros, con técnicos y profesionales distinguidos desde una adecuada remuneración. Lo que marca un límite infranqueable, como diría el presidente José Mujica, es la mentira, la mala fe. La minería en el país debe ser política de estado. La ciencia debe prevalecer sobre slogans falaces repetidos por artistas populares desde los escenarios. La ciencia refuta la preocupación simulada de políticos a los que no les importa mentir y atemorizar, porque en su escala de valores solo valen los votos. Sirve hoy en el país las reflexiones que a manera de sentencia formulara Aldous Hukley “La realidad no se puede ignorar excepto que se pague un precio: y cuanto más persista la ignorancia, tanto más caro y terrible se vuelve el precio que se debe pagar”. El terrible precio no es otro que el de la miseria, que algunos sin urgencias se sienten con derechos a decretar contra miles de compatriotas, prohibiendo el ejercicio de una industria lícita.
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