Hay una reflexión de Molière que viene muy a cuento de nuestra clase política. Puede leérsela en El avaro , compuesto en 1668. Rústicamente glosada por mi memoria, asegura lo siguiente: "Todos los hombres dicen más o menos lo mismo. Sólo sus acciones permiten ver en qué difieren". Pues bien, tras una campaña electoral signada por la grisura discursiva, llegó la hora de los hechos. Veremos quién difiere de quién, más allá de la retórica. ¿Qué espera la mayoría por parte de aquellos a quienes consagró como vencedores, el pasado 28 de junio? En sus frecuentes declaraciones públicas, tras renunciar a su cargo como jefe de gabinete, Alberto Fernández suele repetir que el Gobierno nunca entendió el mensaje que la sociedad le envió al impugnar la resolución 125. Y parece dudar, aunque más discretamente, de que Kirchner se avenga a comprender lo que le quiso demostrar la gente con la orientación que le imprimió a su voto en las referidas elecciones legislativas. Cabe, complementariamente, preguntarse si los opositores pertenecen o no a otra estirpe de oyentes y lectores de los hechos sociales relevantes. ¿Sabrán proceder como se les ha pedido que lo hagan? La distribución del voto de esa mayoría es elocuente acerca de lo que se quiso expresar con ella: se demanda acuerdo, convergencia, entendimiento y transparencia. Todos los que ganaron han pasado a ser parte de un elenco indispensable, pero ninguno de ellos fue ungido como figura estelar. Se terminó el tiempo de los hombres fuertes y las instituciones débiles. Se acabó la soberanía indiscutida del monólogo. Nada resultaría más auspicioso para este país abrumado por las arbitrariedades que un programa de trabajo explícito y público que así lo corroborara, asumido por los dirigentes favorecidos por el respaldo popular. Hablo de los opositores, porque el oficialismo, a lo que todo indica, no aspira a cambiar, sino a camuflar su resistencia al cambio. Y así será mientras busque el desquite y no la negociación. Mientras exija ser oído sin estar dispuesto a dejarse afectar por lo que oye. Es que cede en lo irrelevante, pero no en lo fundamental. El acuerdo entre opositores debería cerrarse en torno a un repertorio de medidas imperiosas para el corto plazo y otro insoslayable para los plazos mediano y largo. Todas ellas, en conjunto, deberían asegurar el rumbo del país en los próximos diez años. Mientras ello no suceda, la oposición se reducirá a un conglomerado de disidentes con más sustancia temperamental que doctrinaria. La Argentina, desfigurada por la pobreza, el desempleo, la inseguridad, la recesión económica y la crisis educativa, necesita ese acuerdo programático mayor por parte de quienes habrán de liderar la vida parlamentaria. Sólo así el futuro dejará de ser una previsible repetición del presente o, peor todavía, un agravamiento aún más pronunciado de lo que hoy ocurre. Como bien ha dicho Alberto Abad, "la política debe ser una máquina de generar esperanza". Y ya sabemos que si no genera esperanza, genera desesperación. En estos próximos días y luego, en el venidero diciembre, el Congreso puede empezar a transformar la significación social de la política. No hay otra manera de que se inicie el saneamiento institucional de la Argentina. Se trata de recuperar la política como práctica probatoria de un proyecto democrático que, entre nosotros, sigue sin haber consumado su transición desde el autoritarismo a la vida republicana. Y conste que, hoy, vida republicana significa, a mi entender, firmeza institucional en el marco de una alianza entre la clase media y aquellos otros sectores populares arrinconados en la exclusión, el hambre, la desocupación y la ignorancia. De esa transición incumplida no sólo es responsable, claro está, el oficialismo. También lo es la oposición. Esa oposición que, convertida en gobierno en la figura emblemática del radicalismo, terminó de hacerse pedazos durante la anémica gestión de Fernando de la Rúa. Hay radicales, pero no hay aún radicalismo. De igual modo, hay justicialistas pero no hay aún justicialismo. De la misma manera que hay centenas de agrupaciones más sin auténtica identidad partidaria en un plano nacional. La gente ha votado contra la fragmentación y, en esa medida, contra la ausencia de partidos reales. ¿Habrán aprendido los que hoy vuelven a ser depositarios de la confianza temerosa de un pueblo marcado por tantas decepciones? ¿Se harán cargo los elegidos? Si no se recupera la confianza en el Poder Ejecutivo y en la estructura jurídica del país, si no hay reactivación económica ni se termina con el hambre, no va a ser posible detener el drenaje de fe en la democracia en el que tanto se deleitan los totalitarios y demagogos. La discusión y las resoluciones parlamentarias orientadas hacia el logro de esos fines van a rehabilitar el enmohecido engranaje que debe regular el vínculo entre los poderes fundamentales de la Nación. La oposición triunfante tendrá que reinstalar la evidencia de que es posible dejar de mentir para gobernar y que el ejercicio perverso del poder no es una fatalidad. Así constituida, la oposición será promotora de un renacimiento decisivo: el de la convicción popular de que la función pública, desde su investidura más modesta hasta la más alta, puede estar al servicio del bien común. Ninguna dificultad será insuperable si hay acuerdo acerca de lo que es fundamental para el país. Superar la fragmentación sectorial equivale a superar la incomprensión de la República. Lo necesario, en este orden de cosas, siempre es arduo. Pero lo arduo no es irrealizable. Para decidirse a enfrentar lo que sin duda es difícil y de lento desenlace basta con entender adónde nos han llevado los facilismos y la falta de escrúpulos. Y el Congreso debe ser el escenario propicio para alentar las convergencias que inspiren esa búsqueda. Lo prioritario sólo puede resultar indiscernible a quien no lo quiera ver. En este marco, la pregunta de fondo no es quién cuenta con mejores posibilidades de quedarse con la presidencia de la nación en el año 2011, sino qué debe aportarle a la Argentina el resultado de esa todavía lejana competencia electoral. Y si fuera el país el que entonces resultara vencedor, ello se deberá a que las condiciones de posibilidad de ese triunfo habrán empezado a ser forjadas desde ya. ¿Cómo? Promoviendo el tránsito del escenario dividido de los opositores al escenario unánime de la oposición, de lo extraparlamentario a lo parlamentario, de la periferia al centro, del desacuerdo al acuerdo, de lo partido a los partidos. Si todavía es demasiado temprano para hablar de un auténtico bipartidismo, es demasiado tarde para seguir sin buscarlo. Hay una clase media paralizada y millones de argentinos empobrecidos por la ineptitud y la crueldad de la demagogia. Sin bipartidismo estaremos, como estamos ahora, más cerca del pasado que del porvenir. Y conste que hablo de partidos y no de movimientos. El único movimiento que me parece indispensable, de aquí en más, es el de la alternancia en el poder entre quienes, coincidiendo en el centro, lo aborden desde proveniencias distintas mediante legítimos matices diferenciales. En el país que cabe desplegar, desde el año del Bicentenario en adelante, el centro es el que debe expresar esa voluntad de reconstrucción, esa capacidad de transformar en logros razonables las enseñanzas nacidas de los padecimientos acumulados, la lucidez requerida para concebir lo necesario y la resolución ejecutiva que evidencie la fortaleza moral basada en convicciones democráticamente consensuadas. Ya nadie consciente de los dilemas que la Argentina debe resolver se atreve a reclamar el liderazgo de un hombre providencial. Tal vez el pluralismo nos quede grande todavía. Pero el caudillismo ya nos queda chico. Es muy posible, por eso, que la Argentina de hoy esté mejor preparada que ayer para enfrentar la crisis que vive. Votó para probar que sabe lo que no la convence. Votó para que su exigencia de cambio se convierta en realidad.
Santiago Kovadloff. Para LA NACION
No hay comentarios:
Publicar un comentario