En toda democracia organizada hay dos planos en el diálogo entre el oficialismo y la oposición. Una parte transcurre en el Congreso de la Nación, en el que los legisladores tienen que acordar sobre las sanciones de las leyes, las comisiones de trabajo que abarcan las distintas áreas de la actividad nacional, las comisiones investigadoras y los paneles sobre políticas públicas, que van configurando la opinión, van creando los consensos y van limando las diferencias. El otro plano de discusión -normalmente, entre los partidos políticos opositores y el Gobierno- es naturalmente con la Presidenta y los ministros del Poder Ejecutivo. Ellos deberían recibir a los líderes opositores para intercambiar puntos de vista sobre los problemas y los dilemas que enfrenta el Estado, buscando cómo interactuar para resolverlos. Esos diálogos deberían ser cordiales, con interlocutores firmes en sus posiciones y convicciones, pero fecundos, esto es, dispuestos a lograr un resultado constructivo. Ciertamente, en nuestro caso hay una urgencia para resolver los problemas en el corto plazo, de carácter institucional. Entre otros, sin ser exhaustivos, hay varias leyes con una gran demanda de la opinión pública, como son la ley de emergencia, la ley de superpoderes, la ley sobre decretos de necesidad y urgencia, la ley del Consejo de la Magistratura, las leyes del régimen de transferencias de ingresos entre los distintos niveles de gobierno, la ley de manejo de la publicidad oficial y la ley de transparencia en la información pública. Cuanto antes se reaccione frente a estas demandas sociales, menos traumáticos van a ser los episodios que se vivan, y el país tendrá su transición política de una manera más cooperativa y organizada. Hay otro aspecto: las facultades delegadas, que vencen el 24 de agosto, y por supuesto, ese tema tan complejo y delicado que es el programa presupuestario para los años 2010-2011, así como el programa de financiamiento para el mismo período. Ligado a ello, están las dificultades de este año, que todavía no han sido registradas en las previsiones presupuestarias. Cuanto antes se planteen estos temas y cuanto antes se coordinen con las reducciones impositivas -que van a surgir, necesariamente, de lo que ha sido el voto popular-, más fácil va ser progresar hacia una actitud de convivencia y de competencia, pero también de cooperación del sistema político. La actitud mezquina de simplemente ganar tiempo, de negarse a reconocer estas realidades, le haría un daño inmenso al Gobierno, pero también al país. Eso llevaría a la tensión social y, por supuesto, en el estado de debilidad y fragilidad en el que están la economía y la sociedad, extremaría las consecuencias sobre nuestro nivel de vida. En esa línea de acción, un debate inteligente sobre estos temas no debería ser trabajoso y debería poder encuadrarse perfectamente en la disputa entre las opiniones y en las fuerzas políticas. Hay un fenómeno cuya consideración se ha venido postergando. Se trata de los niveles disparatados y extravagantes que tienen los impuestos, que permitieron holguras, en circunstancias, no razonables. Está claro que eso es inaceptable y que es esencial para la vida social analizar de qué manera se puede proceder a la normalización de ese tipo de políticas, que tanto daño han hecho. Por otro lado, deberán reemplazarse muchos subsidios que son insostenibles y no financiables, y también deberán ser estructuradas las transferencias de recursos del gobierno federal a los gobiernos provinciales de un modo institucionalmente menos arbitrario. Seguramente, la regularización de la seguridad social, terminando con la estrategia de alargar innecesariamente los juicios, y la normalización del funcionamiento administrativo de la Anses ayudarían enormemente a que el clima social sea menos confuso. Todas estas medidas tendrán un impacto, y ese impacto hay que asumirlo como consecuencia de lo que se hizo antes, no como consecuencia de lo que se hace ahora. Lo que se hizo antes generó un Frankestein que ahora hay que desarmar, y ése es el gran debate que tenemos por delante.
Ricardo López Murphy . El autor, ex candidato presidencial, es economista.
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