El país debe optar de una buena vez entre vivir de ajuste en ajuste o entrar en un camino de desarrollo sostenido. La potencialidad de la Argentina es extraordinaria: sólo hay que liberar las fuerzas para que la inversión haga el resto. Sin inversión sólo conoceremos promesas y frustraciones. Se ha privilegiado durante décadas el consumo por sobre las condiciones que propician la inversión. Como contracara, el aparato productivo nacional viene sufriendo pesares de todo tipo: cambios bruscos de reglas, ausencia de financiamiento, embestidas impositivas y arbitrariedades de todo calibre. Por todo ello, ese aparato productivo no produce la cantidad de bienes y servicios suficientes para sostener el nivel de gasto de la sociedad argentina. Por eso el sistema colapsa periódicamente. El panorama es aún más grave, porque las empresas, en ese contexto, no invierten. En consecuencia, las fábricas no se agrandan ni modernizan: producen la misma cantidad de bienes, sin mejorar la calidad de sus productos, con lo cual, al crecer la población, corresponden cada vez menos bienes por habitante. Eso explica por qué década tras década cae el nivel de vida de los argentinos. Además, al no construirse nuevas fábricas, no se crean puestos de trabajo para esa población creciente. Por lo demás, el grado de insatisfacción social es todavía mayor en la medida en que la sociedad -con la memoria puesta en la época en que tenía un nivel de salarios más elevado que el de muchos países de Europa- aspira a un estándar de retribución por su trabajo muy superior a los mediocres niveles que puede absorber el anémico aparato productivo nacional. Una vez más en nuestra historia, el modelo de consumo ha puesto ahora toda su energía en fomentar el gasto social inmediato, sin reparar en el futuro. Sin embargo, la gente ha intuido que eso no conduce sustentablemente a un nivel más alto de bienestar. Así lo entendió el 70 por ciento de la sociedad, que en las últimas elecciones votó en contra de este modelo y de la forma de concebir la política que se requiere para sostenerlo. Ahora bien, ¿está dispuesta esa mayoría a pagar el precio que implica salir del modelo de consumo para ir a un modelo de inversión? ¿Es consciente de lo que significa? El modelo de los años 90 era también un modelo de consumo. Guardaba la apariencia de ser un modelo de inversión, con el fin de embaucar a los desprevenidos y de financiar el despilfarro social con aporte externo. Tanto los que le prestaron al país como los que invirtieron en él cayeron en esa trampa. Es fácil entenderlo hoy, con el diario del lunes en la mano. Aun mostrando fachadas ideológicas distintas, ambos momentos corresponden a la misma categoría de modelos de consumo. El actual, vestido de progresismo; el de los años 90, disfrazado de neoliberal. Sin una base productiva adecuada, todo modelo de consumo se agota en sí mismo y conduce, inevitablemente, a un ajuste. Todos los ajustes son inducidos desde el Estado para mejorar su caja. De otra manera, ¿por qué razón se aplicará el ajuste tarifario? Es obvio que los ajustes son procesos dolorosos e indeseables. Además, cuando son reiterados impiden que un país sostenga el crecimiento y se desarrolle. ¿Por qué la Argentina, entonces, debe recurrir cíclicamente a ellos? Porque apenas se sale de un ajuste por el cual se logra recuperar la capacidad de pago del sector público se reinicia una carrera consumista con el fin de reivindicar las aspiraciones retributivas de la sociedad. Esa carrera resulta excesivamente onerosa para las magras posibilidades del aparato productivo nacional, y el proceso conduce indefectiblemente, al cabo de unos años, a otro ajuste. ¿Por dónde salta el sistema? Por donde siempre: por la incapacidad del Estado de reunir los pesos (otras veces, los dólares) para atender los pagos del sector público. En esta ocasión la crisis comienza por la periferia, en la imposibilidad de los municipios y las provincias de pagar los sueldos. O la recaudación es insuficiente o los gastos (llámese los salarios) son más altos que las posibilidades reales de la economía. A juzgar por la experiencia con el campo, que fue el ámbito de mayor crecimiento, no quedan ya sectores de la sociedad a los cuales resulte fácil arrebatarles la renta. Más allá de la excepcionalidad de las actuales circunstancias, si para financiar a los sectores ineficientes de la sociedad -en primer lugar, el propio Estado- se crea un régimen impositivo adicional (llámense derechos de exportación o como fuera) contra los sectores exitosos y rentables, ¿quién va a tirar del carro para llevar al país al desarrollo y la modernidad? ¿Serán acaso los sectores de baja eficiencia? ¿Será el gremio de los camioneros? ¿O será Aerolíneas Argentinas? Es la lógica del mundo al revés. El Estado debería apoyar a los sectores exitosos para que se expandieran y fueran un factor de empleo, de investigación, de desarrollo tecnológico y de renta, y así aportar beneficios a toda la sociedad. Pero por esa vía, no a costa de su postergación. Si logramos diez sectores dinámicos, al país no lo frena nadie. Para cubrir los faltantes de recursos, el Estado puede apelar a las expropiaciones, como la de los fondos de las AFJP, pero, ¿hasta cuándo? Todos esos gestos terminan de convencer al que tiene un centavo de que para preservarlo debe guardarlo en lugar seguro, o sea, en el exterior, como hicieron incluso algunas provincias cuando se agotaba el anterior modelo de consumo. Si además de las expropiaciones se quebrantan las condiciones vigentes a través de medidas impositivas y aduaneras que cercenan la rentabilidad de las actividades productivas y se instiga desde el Estado el incumplimiento de los contratos, en ese contexto de desconfianza en las leyes y las instituciones, ¿quién va a invertir un peso en el país? Los que detentan el capital tienen por prioridad preservarlo y acrecentarlo. Eso está en la condición humana: no se puede ir en su contra. Si el precio a que se obliga a vender un bien o un servicio no cubre los costos de producción o las expectativas del inversor (más allá de subsidios y compensaciones) no habrá rentabilidad para atraer a alguien para que invierta y produzca más de esos bienes o servicios. El solo hecho de que haya alguien que obligue a vender a un determinado precio ahuyenta a un posible inversor. En el fondo, el inversor teme -y con razón- que le roben su capital para repartírselo a muchos otros (los consumidores) y de ese modo hacer política con su dinero. Las claves para estimular la inversión son la rentabilidad y la confianza. Sin alguno de estos dos requisitos jamás habrá inversión sostenidamente en la Argentina. El gran dilema es que para restablecer la rentabilidad y la confianza es preciso que suban los precios de los bienes y servicios que sufren controles y restricciones y que las autoridades se comprometan a respetar las leyes de la oferta y la demanda. Si se liberan las trabas a la economía, los precios subirán y caerá el consumo del sector asalariado. ¿Será posible afrontar las implicancias de avanzar a un modelo de inversión cuando de un lado hay una sociedad que aspira a consumir aún más y un sindicalismo que crece en influencia ante la debilidad de las dirigencias políticas y sociales? La transición de un modelo de consumo a un modelo de inversión no será tarea fácil. Para suavizar ese tránsito se requerirán mucha ayuda financiera internacional y sacrificio, paciencia y comprensión por parte del asalariado respecto de sus reivindicaciones. El modelo de inversión no debe implantarse para que los empresarios se hagan ricos -tal vez ésa sea una consecuencia que la sociedad deba aprender a tolerar-, sino para sacar a los humildes de la pobreza y para que los argentinos puedan elevar su nivel de vida a grados que se correspondan con el extraordinario país que brama bajo sus pies por un destino mejor.
Ricardo Estevez. LA NACION
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