Los argentinos votan con el bolsillo, dice un viejo adagio político que varias veces se ha visto corroborado por la realidad. En otras palabras, significa que si aumenta el consumo y la actividad económica crece a pleno, los votantes relegan a segundo plano otros problemas en el momento de entrar al cuarto oscuro. Con esta premisa, el ex presidente Néstor Kirchner apuesta a repetir en 2011 la exitosa experiencia de 2007, que llevó a su esposa a la Casa Rosada: todas las políticas oficiales apuntan a estimular la demanda, fomentar el crédito a tasas negativas y lograr que el PBI vuelva a crecer a "tasas chinas" como entonces. Esta estrategia tiene hoy un costo importante con el aumento de la inflación, que, a falta de una política para frenarla o por su desinterés en hacerlo, el Gobierno trata de disimular de varias formas. Una de ellas es negar el fenómeno apoyándose en las inverosímiles estadísticas del Indec, que permanentemente son desmentidas por la realidad. Otra, transmitir la idea de que una alta inflación es la condición necesaria para un alto crecimiento, lo cual es desmentido por países cercanos (Brasil, Perú, Uruguay o Chile, por ejemplo), cuyas economías se expanden tanto como la economía argentina, pero con tasas de inflación de un dígito anual. Una tercera, de raíz populista, consiste en poner más plata en los bolsillos de mucha gente para crear la ilusión de que pueden ganarle a la inflación, aunque a la larga su poder adquisitivo termine disminuyendo en términos reales. Quizás esta última vía, que los economistas definen como "ilusión monetaria", explique por qué ha vuelto a aumentar la tolerancia social a la inflación, pese a las empobrecedoras experiencias del pasado y a que la Argentina integre actualmente, detrás de Venezuela, el pelotón de países con mayor tasa de aumento de precios en el mundo. Es posible que toda una generación de argentinos jóvenes, que no sufrió en carne propia las épocas de inflación de dos dígitos, ni los traumáticos shocks hiperinflacionarios de fines de la década del 80 y comienzos de la del 90, tienda a minimizar el problema si dispone de más efectivo o acceso al crédito para consumo en planes en los que la cuota importa más que el precio final. No es el caso, sin embargo, de otros varios millones de argentinos que trabajan en negro o por cuenta propia, o en actividades en las que es más difícil trasladar aumentos de costos o mejorar ingresos. Tampoco de quienes viven de una jubilación o dependen de planes sociales estatales, donde los ajustes siempre van detrás de la inflación. Frente a la "ilusión monetaria", está también la "memoria inflacionaria" de quienes vivieron las experiencias de aquellas épocas. Aunque la inflación no se espiralice ni se descontrole, saben que difícilmente baje si no hay políticas articuladas para contenerla. Aquí la consigna es cubrirse, por las dudas; ya sea aumentando precios, comprando a crédito, bicicleteando pagos, o pactando contratos y ajustes salariales en plazos más cortos. Todo esto contribuye a realimentarla. Esta divergencia de enfoques hace que mucha gente -e incluso el propio Gobierno- crea que el problema está acotado porque la inflación real (no la que mide el Indec) pasó de un promedio de 2,5% mensual (35% anualizado) en el primer trimestre (fuertemente influido por el precio de la carne y otros alimentos) a 1,3% mensual (18% anualizado) en el segundo, básicamente por razones estacionales. Pero esto implica ignorar que subsisten presiones inflacionarias para la segunda mitad del año y que las expectativas de los consumidores aún la ubican entre 25 y 30% anual para 2010. Sobre todo si el Gobierno sigue aumentando permanentemente el gasto público para fogonear la demanda y estimula de hecho la indexación de salarios -en forma escalonada- así como de precios y servicios privados (combustibles, expensas, colegios, seguros, etcétera) que no gravitan mucho en el índice de precios, pero sí en el bolsillo de los consumidores. A esto debe sumarse el aumento indirecto de la presión tributaria: en la Argentina la legislación está diseñada para una inflación cero, aunque se ubique actualmente por encima de 20% anual, por lo cual se pagan impuestos sobre ingresos y ganancias contables más que reales. La estrategia electoral del matrimonio K apunta a que la alta expansión del PBI (entre 7 y 8% anual) aun a costa de alta inflación (25%) disfrazada pueda extenderse a 2011, para que la economía no sea eje del discurso político de los candidatos de la oposición. Sin embargo, en la mayor inflación está el germen de una futura desaceleración del crecimiento, que nadie se atreve por ahora a pronosticar cuándo ocurrirá. Por un lado, desalienta la inversión productiva, cuyos actuales niveles no permiten sostener la suba del PBI a "tasas chinas". Por otro, la reactivación está generando un sostenido aumento de las importaciones, que en porcentaje (44% anual en los cinco primeros meses del año) crecen más que las exportaciones (17%), lo cual encierra el riesgo de nuevas restricciones o controles para cuidar las reservas. A su vez, el paulatino retraso cambiario desincentiva la sustitución de importaciones, que fue significativo en el período 2003/2007. Por el lado de la demanda, buena parte del actual boom del consumo obedece a la caída del ahorro, tanto por las tasas negativas de interés frente a la inflación como por el dólar "planchado" (subió sólo 2,3% en los últimos nueve meses). Quienes tienen pesos o atesoraron dólares se vuelcan actualmente a la compra de bienes durables o inmuebles, pero a costa de un menor consumo futuro. Otro tanto puede ocurrir a la hora de pagar las cuotas de televisores o electrodomésticos con quienes se endeuden excesivamente si sus ingresos no crecen como esperan. En su libro La estrategia de la ilusión , el escritor italiano Umberto Eco describe cómo la sociedad estadounidense se conforma con replicar clásicos tesoros europeos (la torre Eiffel o los canales de Venecia) para admirarlos en hoteles de Las Vegas, ante la imposibilidad de tenerlos como propios. A su manera, el kirchnerismo busca instalar la idea ilusoria de que es posible instalar un "modelo" de crecimiento ignorando la inflación, que en un principio puede entusiasmar, pero a la larga genera más pobreza y más distorsiones económicas. Otra parte de esta estrategia consiste en no llamar a las cosas por su nombre. Como, por ejemplo, afirmar que el canje de deuda significa "desendeudar" al país, cuando en realidad se trata de reestructurar obligaciones no reconocidas, pagando intereses que no se pagaban; o que sin "superpoderes" o decretos de necesidad y urgencia (DNU) no se puede gobernar, para encubrir el manejo discrecional de la caja fiscal sin pasar por el Congreso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario