La historia nos dice que en ningún país ha sido fácil acordar la distribución de recursos y gastos fiscales entre las jurisdicciones de gobierno. Nuestra Constitución estableció en su artículo primero que la "nación argentina adopta para su gobierno la forma representativa republicana federal". Pero esta disposición fundacional, aprobada en 1853, se consagró después de décadas de cruentos enfrentamientos entre los unitarios y federales, que emergieron cuando las entonces Provincias Unidas del Río de la Plata proclamaron su independencia, en 1816. La disputa por la apropiación de las rentas fiscales, particularmente las de la aduana de Buenos Aires, es la clave para entender estos enfrentamientos previos a la Organización Nacional de la segunda mitad del siglo XIX. La Constitución de 1994 estableció, en su artículo 75, que corresponde al Congreso aprobar una ley que asegure a las provincias "la automaticidad en las remesas de los impuestos coparticipados". La Constitución es bien clara, ya que establece que la distribución entre la Nación y las provincias "contemplará criterios objetivos de reparto; será equitativa, solidaria y dará prioridad al logro de un grado equivalente de desarrollo, calidad de vida e igualdad de oportunidades en todo el territorio nacional". Este mandato está incumplido, y así se puede explicar la enorme concentración de los recursos en manos del Tesoro, en desmedro de las provincias. Hoy se transfiere automáticamente a las provincias apenas el 30% de la recaudación nacional, o sea, el valor más bajo de los últimos cincuenta años. Señalemos que algo similar había ocurrido durante los gobiernos militares (1966/73) y (1976/83). Cuando se restaura la democracia, la administración de Raúl Alfonsín, con el apoyo del gobernador Antonio Cafiero, fija el 57,66% como coparticipación automática a favor de las provincias. La nueva ley de coparticipación que exige la Constitución deberá corregir muchas distorsiones, por ejemplo, un tucumano recibe menos de la mitad que un santacruceño; un jujeño menos de la mitad que un fueguino, y un misionero, la mitad que un formoseño. Pero la discriminación más grave es la que afecta a los bonaerenses; los habitantes de Buenos Aires valen, para la coparticipación, la mitad que los cordobeses, mendocinos o santafecinos y la cuarta parte que los pampeanos. Esto se explica por el deterioro en el coeficiente de distribución aplicado a favor de Buenos Aires (34% en 1972 y apenas 20% en la actualidad). Recordemos que Buenos Aires alberga alrededor del 40% de la población del país, y la pobreza e indigencia en su territorio son crecientes. Si la coparticipación a favor de Buenos Aires se determinara con el criterio objetivo que se aplica en Venezuela o en Brasil, el coeficiente treparía al 31%, mientras que con el criterio de coparticipación de Italia llegaría al 37 y con el de Alemania, al 40%. Esta gran discriminación contra Buenos Aires ha debilitado, a lo largo de los años, la seguridad y la educación; el deterioro de la seguridad es evidente, y en cuanto a la educación, baste decir que las evaluaciones oficiales de desempeño educativo indican que en los años 90 Buenos Aires ocupaba el segundo lugar entre todas las jurisdicciones, únicamente detrás de la Capital Federal, mientras que, por ejemplo, en conocimientos de matemáticas en nivel primario ahora se ubica en el lugar 23, superando únicamente a Santiago del Estero. Este retroceso ocurre a pesar de que Buenos Aires es la provincia que dedica a la educación la mayor parte de su presupuesto, pero registra una baja inversión por alumno. No se puede discriminar por muchos años al 40% de la población y no sufrir las consecuencias. La situación es inequitativa con respecto a las provincias, ya que concentra los recursos a nivel nacional y agrava los desequilibrios entre provincias, pero además no promueve el control en el aumento del gasto público provincial y hace que el desempeño de los gobiernos provinciales sea dependiente de las transferencias discrecionales de la Nación. El nuevo régimen que pide la Constitución deberá superar estas deficiencias, restablecer un nivel de coparticipación primaria automática a favor de las provincias superior al 50% y, en cuanto a la distribución secundaria entre las provincias, no debería fijar coeficientes rígidos, sino aplicar criterios objetivos y cuantificables que puedan ser determinados periódicamente por el Organo Federal de Aplicación que prevé el artículo 75 de la Constitución. Las transferencias automáticas a favor de cada provincia deberían determinarse en función de tres criterios. Uno proporcional al aporte que cada provincia hace a la caja central; otro de característica redistributiva con un diferencial a favor de las provincias con menor nivel socioeconómico, y un tercer criterio de estímulo financiero a favor de los buenos gobiernos, para lo cual se tendrán en cuenta los progresos registrados en cobertura y calidad de la educación, avances en la salud pública, control del narcotráfico y mejoras en la seguridad de las personas (incluso seguridad vial). Recordemos que educación, salud y seguridad son responsabilidad primaria de los gobiernos provinciales. Los coeficientes así determinados se deberían aplicar únicamente a los incrementos de recaudación fiscal sobre el nivel actual, de manera que la distribución secundaria del año base no se modifique. Esta norma gradualista, sumada a un mayor nivel para la coparticipación primaria, asegurará que ninguna provincia tenga disminuciones en el monto de su coparticipación. Cumplir el pendiente mandato constitucional exigirá un esfuerzo político de concertación, es decir, un acuerdo fundacional que involucre a las provincias y a la Nación; no exageramos si decimos que este acuerdo fiscal es la "madre de todos los pactos sociales o políticos" que se pueden plantear hoy en la Argentina, aunque es evidente que el gobierno nacional no ha tenido ni tiene vocación por cumplir con este mandato. Pero la actual discusión del presupuesto para 2010 en el Congreso ofrece una oportunidad para entrar a caminar por la buena senda, ya que es financieramente viable mejorar ya la coparticipación automática a favor de las provincias sin debilitar las cuentas del gobierno central. Para ello bastaría con mejorar la coparticipación provincial del impuesto al cheque y también eliminar el aporte compulsivo que deben hacer las provincias, establecido en la década del 90, cuando el gobierno nacional renunció a los aportes personales de los trabajadores que optaron por las AFJP; este aporte compulsivo no tiene hoy justificación, ya que el gobierno nacional, vía la Anses, ahora vuelve a captar esta recaudación. Si las provincias coparticiparan el impuesto al cheque en la proporción que establece la ley de coparticipación y al mismo tiempo recuperaran lo que perdieron cuando se crearon las AFJP, sus ingresos mejorarían en algo más de 15.000 millones de pesos. Lo interesante es que el gobierno nacional tiene suficiente espalda para absorber esta normalización, ya que las transferencias discrecionales a favor de las provincias alcanzan al doble de esta suma. Esperemos que los legisladores nacionales, cuyo mandato originario viene de las provincias, legislen con criterio federal y no unitario y recuperen algo de la mucha coparticipación perdida. Las provincias tienen ya serias dificultades para afrontar sus gastos en educación, salud y seguridad, importantes responsabilidades a su cargo. Es cierto que el gobierno nacional realiza transferencias discrecionales de fondos a favor de las provincias por fuera del régimen de coparticipación automática, pero al no existir normas objetivas que regulen las mismas, esta práctica debilita seriamente la autonomía política de las provincias. No existe un verdadero federalismo político que no esté sustentado en la autonomía financiera de las provincias. Cuando la caja se centraliza en la Casa Rosada, los gobernadores elegidos por los pueblos de las provincias se convierten en meros delegados del poder central.
Alieto Aldo Guadagni. Para LA NACION
El autor es economista
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