lunes, 5 de octubre de 2009

EN EL SENADO URGE UN DEBATE SERIO SOBRE LA LEY DE RADIODIFUSIÓN.

El proyecto oficial de ley de radiodifusión atenta contra la libertad de información y vulnera la Constitución y el federalismo.
Hay una discrepancia de base entre lo que el Gobierno dice que cree sobre el papel de la prensa y lo que la prensa estima que es su función en un sistema democrático republicano. El debate sobre medios audiovisuales de radiodifusión y televisión, que impulsó en la Cámara de Diputados con velocidad de vértigo la mayoría de los legisladores alineados orgánica o circunstancialmente con el Poder Ejecutivo, es la mejor evidencia de aquella colisión de puntos de vista. Nada mejora hasta aquí esa situación la forma en que el oficialismo pretende ahora forzar una votación acelerada sobre ese mismo tema en el Senado de la Nación. LA NACION ha sostenido que un tratamiento exhaustivo de la cuestión podría haber dado lugar a un perfeccionamiento de la legislación en vigor en cuanto al punto central que siempre debe tenerse en miras cuando se discuten asuntos de tal naturaleza. ¿Qué se puede hacer para reforzar y garantizar el pluralismo en el caudal global de informaciones, interpretación e ideas que se exponen a diario en las radios y los canales de televisión en todo el país? Esa debería ser una preocupación esencial entre quienes se sienten urgidos a modificar la legislación en vigor después de haber ejercido el poder durante seis años sin que nada de todo esto los conmoviera demasiado y avalaron con la extensión de las licencias por 10 años más a los canales abiertos de televisión. La mayoría lograda por el oficialismo en Diputados fue la resultante de innumerables modificaciones introducidas en el proyecto original, pero que no alteraron algunas cuestiones controvertidas de fondo. El proyecto oficial lesiona seriamente el sistema federal y viola la Constitución, y así lo ha señalado el constitucionalista Daniel Sabsay. Este constitucionalista ha escrito que el artículo 7 de la iniciativa, que establece que "los servicios de radiodifusión están sujetos a la jurisdicción federal", vulnera el artículo 32 de la Carta Magna, que le prohíbe al Congreso dictar leyes que "restrinjan la libertad de imprenta" o establezcan sobre ella la jurisdicción federal. Por otra parte, si el Senado no modifica la redacción original del artículo 161 de la iniciativa, que condena a quienes pierdan, como consecuencia de la nueva legislación, las licencias vigentes y se vean forzados a desprenderse de activos en el insólito plazo de un año, la seguridad jurídica pasará nuevamente a ser una falacia y el concepto de propiedad una burla grosera. En el Chaco, un miembro del Tribunal de Cuentas dijo estos días que "a los periodistas hay que subirlos a una canoa y tirarlos en medio del río". La verdad es que debe ponerse énfasis no sólo en la gravedad de esa manifestación, sino en la forma categórica en que aquel funcionario se ha retractado de sus manifestaciones. Lo más grave es que se ha creado un caldo de cultivo propicio para situaciones como la que se produjo en el Chaco. Hay un desprecio permanente por parte de las autoridades del ejercicio del periodismo. Entre aquellas manifestaciones de una autoridad pública chaqueña había figurado el anhelo de que "todos los periodistas sean empleados del Estado". Si eso ocurrió, aunque no de manera total, en la primera época del peronismo, pues hubo voces de dignidad inalterable, fue por la utilización por el gobierno de entonces de todo tipo de recursos para adueñarse de periódicos y de radios que se encontraban en manos privadas. El caso más paradigmático fue el de la confiscación, a comienzos de 1951, del diario La Prensa , puesto bajo el contralor directo de la Confederación General del Trabajo. Tal como está redactado, el artículo 161 facilitará que los amigos del poder de turno accedan, seguramente en muchos casos a precios irrisorios o viles, a las licencias que entrarán, por decirlo así, en rápida subasta a raíz de la legislación promovida desde la Casa Rosada. Así habrá no pocos periodistas que pasen a revistar en el inquietante mundo de los medios de comunicación oficial o de los que oficiosamente se hallen al servicio de la política trazada desde el poder. A estas alturas hay confusiones inadmisibles. Un capítulo es el de los medios insertos en la esfera de las influencias de facción política de un gobierno. Otro capítulo, distinto, es el de los medios que se desenvuelven, no como parte de la difusión propagandística de los gobernantes, sino como expresión del servicio público permanente de radiodifusión y televisión que el Estado presta, bajo condiciones de fiscalización imparcial, en sociedades abiertas. Es el caso, tan lejano del que motiva estas preocupaciones, de la BBC en el Reino Unido.

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