La Presidenta no escucha Canal 7, no lee El Argentino ni le echa una mirada a Página 12 , así como prescinde de diversos semanarios que no son "virtuales", sino que practican el realismo oficialista. Es una lástima, porque, de hacerlo, podría descubrir en los medios de comunicación la presencia del "país real" que ella evocó con envidiable entusiasmo en su discurso ante el Congreso. Sería bueno que sus asesores de medios le prepararan un compilado de 6, 7, 8, el programa del canal kirchnerista (cuesta decir canal público) en el que varios periodistas reales se esfuerzan por desmentir los fantasmas propalados por los órganos del país virtual. De todas formas, pese a estos baches informativos presidenciales, Cristina Kirchner le ha dado forma a una oposición ideológica que es caballito de batalla del kirchnerismo desde que comenzó su conflicto con el grupo Clarín. En el comienzo de su discurso, la Presidenta trazó una oposición elemental: en el país real "se baten récords" (algo difícil de discutir, sólo que habría que ver de qué récords se trata); en el país virtual o mediático, "todo está mal." Alguno podría decir que la oposición es un poco cruda, sobre todo si esa persona tiene tiempo para los programas periodísticos nocturnos de los canales de cable, donde el Gobierno y sus aliados extrajusticialistas, como Martín Sabbatella y Carlos Heller, adoctrinan a las audiencias sobre las virtudes en ascenso del país real. Como espectadora de esos programas, conozco a Agustín Rossi, a Diana Conti, a Miguel Pichetto y a Florencio Randazzo como si fueran de la familia, parientes tozudos que a veces caen simpáticos por la empedernida vocación de sacrificio con que visitan los estudios televisivos defendiendo la ocurrencia presidencial de la semana. La teoría que la Presidenta le explicó al Congreso en su discurso de apertura viene de los años 60: entonces se sostenía que los medios de comunicación eran imbatibles en su construcción de la realidad. En los años 80, la mayoría de los especialistas abandonó esa teoría por esquemática y, a veces con exagerado populismo y fe en el público, suscribió prácticamente la opuesta: los medios de comunicación se integran en un mundo en el que la gente también tiene experiencias y, por lo tanto, no cree cualquier cosa que se le diga. Por ejemplo, ni la mejor encuesta podría convencer a los pobres que no encuentran trabajo de que el índice de desocupación está alcanzando la óptima cifra de 8,4 por ciento que caracterizó a la Argentina en un pasado ya lejano. Y, frente a los récords que se batieron durante el verano, esos mismos pobres y sus primos indigentes, de enterarse de que existen tales marcas olímpicas, seguramente permanecen indiferentes, porque en ese reparto de las posibilidades de consumo a ellos no les tocó sino un plan social, en el caso de que vivan en el lugar adecuado, se hayan puesto en contacto con el puntero adecuado y hayan realizado las acciones adecuadas para recibirlo. La Presidenta no tomó en cuenta la pobreza y la indigencia, porque el hilo conductor de su discurso fue una reflexión política teóricamente más ambiciosa: la creación de un Frente Unico Antivirtual, que, en los hechos, es un frente único antiperiodístico. Quienes conozcan las políticas de Frente Unico (que tuvieron una larga tradición en las guerras anticoloniales de Asia en el siglo XX) seguramente recordarán que para construirlo deben, por un lado, pasarse por alto muchos rasgos molestos entre quienes integran el propio campo y, por el otro, unificar a los del campo opuesto en un sólido bloque indeseable, donde es imposible que exista ninguna verdad ni razón. Los frentes únicos pueden ser instrumentos válidos en la situación de una invasión extranjera. Pero, finalizada esa invasión, son formas tan excesivamente elementales para caracterizar a una sociedad que se vuelven inútiles y, casi siempre, peligrosos. Como dijo hace tiempo un dirigente de la izquierda italiana: reducen la política a guerra. Sin embargo, sabemos que la Presidenta escucha a Ernesto Laclau, que ha examinado la constitución de los sujetos y de la escena política. Laclau afirma que la creación de una nueva hegemonía (el kirchnerismo pretende serlo) siempre es precedida por una ruptura radical, una creación desde la nada: es decir, la instalación de un sistema de oposiciones que, incluso integrando viejos elementos (a Hugo Moyano, por ejemplo), signifique una nueva articulación y una nueva asignación de lugares, tanto de los amigos como de los enemigos. La Presidenta parece haber encontrado en Laclau una versión de sus necesidades de coyuntura, aggiornada en las universidades del Primer Mundo. Corre el rumor de que también conoce a Chantal Mouffe, que de manera más sencilla, y con considerable profundidad, critica los límites de la democracia liberal porque pretende sujetar la dimensión conflictual de toda política y, en nombre del consenso, pasa por alto que el conflicto es ineliminable de la acción. Para Chantal Mouffe, una sociedad democrática y pluralista debe construir instituciones que permitan transformar a los enemigos en adversarios, no reprimir el conflicto, sino elaborarlo y encontrar una salida de la que no se excluyen, por supuesto, ganadores y perdedores. En su discurso del Congreso, Cristina Kirchner no sigue a Mouffe, sino a Laclau. Por eso toda su pieza oratoria está organizada sobre una oposición única: real versus virtual. Quienes estén menos preocupados por las fuentes intelectuales del pensamiento cristinista quizá lo que pongan por delante es el carácter belicoso que Kirchner imprimió a su gobierno, por lo menos desde el conflicto con el campo. Y quizá, también, en vez de recurrir a explicaciones de la filosofía política, prefieran recordar que los Kirchner son aficionados a las teorías de la conspiración, que también parten el campo entre amigos reales y visibles y enemigos encubiertos. El país real sería, entonces, el de los amigos, las estadísticas de los amigos, las cifras de desocupación de los amigos, los logros de los amigos. El país virtual, el de las invenciones de los enemigos. A esta oposición, la Presidenta le agregó otra: la política frente a los poderes corporativos (o poderes fácticos). Esta oposición es verdadera, pero, salvo en el conflicto agrario, los Kirchner no se comportan frente a ella trazando siempre los límites de amigos y enemigos: han negociado con algunos y enfrentado a otros, como sucede en distintas proporciones con todos los gobiernos que no sean expresión directa de los poderes fácticos. Un proyecto de país, sin duda, tiene que ver con esto último: qué tipo de capitalismo se construye, qué tipo de industrias convienen, qué tipo de inversiones son las que deben fomentarse, qué leyes sociales acompañan a estos procesos. Lejos de la tómbola de subsidios a los poderes fácticos, pocos se opondrían a este debate si el Gobierno lo enviara al Congreso, reconociendo, de paso, que debería enviarlo bajo la forma de proyectos de ley y no de una serie de decretos, como el nuevo que la Presidenta anunció después de retirar el de la discordia.
Beatriz Sarlo. Para LA NACION.
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