En los años de la Segunda Guerra Mundial, nuestro país era el líder económico regional. Eran los años en que se hablaba primero de la Argentina y después del resto de América latina. Y no era para menos: hacia 1950, nuestro PBI era casi el tercio de toda la región, un 40% superior al de Brasil y México. Ese mundo de hace más de medio siglo es inimaginable para los jóvenes de hoy, que viven en un país que ha venido perdiendo gravitación y nos encuentra en la celebración del Bicentenario ocupando apenas el tercer lugar en el ranking de los PBI latinoamericanos. Hoy, nuestra economía se ha reducido a la quinta parte de la brasileña y a la tercera parte de la mexicana. Chile tenía en 1950 un PBI que era apenas la séptima parte del nuestro, mientras que en la actualidad representa ya la mitad. Algo similar viene ocurriendo con Colombia y Perú. Si nuestra importancia económica en 1950 equivalía al tercio de toda la región, en la actualidad equivale a menos del 10% de América latina. Pero no es positivo quedarse en la añoranza del tiempo perdido: es hora de reflexionar acerca de qué debemos hacer para cambiar este largo proceso de estancamiento. Ni pensemos que este cambio debe ser encarado para restaurar liderazgos perdidos o construir ilusorias posiciones hegemónicas: nuestra visión tiene que ser profundamente humanista. Debemos buscar nuevos rumbos, porque la prosperidad económica es la condición necesaria para abatir la pobreza y extirpar la indigencia de nuestra gente. Y como no creemos en el "derrame automático" decimos apenas "condición necesaria", no suficiente, ya que también necesitamos políticas sociales que aseguren la igualdad de oportunidades. La experiencia mundial nos señala que existe una triple vía hacia la prosperidad económica: expansión de las exportaciones, alto nivel de inversión y confianza de la población en su propio futuro, es decir, que no haya fuga de capitales. Para crecer hay que invertir, pero además es necesario fortalecer un sector exportador competitivo. Nuestras exportaciones han venido creciendo en la última década, estimuladas por una onda expansiva de la demanda mundial potenciada por los asiáticos y sus demandas de alimentos, minerales y energía. Pero si se considera el comportamiento exportador del resto de los países latinoamericanos se observa que nosotros no ocupamos los primeros lugares en la tabla de posiciones del aumento de exportaciones. Delante de nosotros están Bolivia, Perú, Brasil, Nicaragua, Chile, Uruguay, Paraguay y Colombia. Nadie se puede sorprender por esta comparación cuando se presta atención al régimen tributario de cada país de América latina. La incidencia de nuestros impuestos sobre el comercio internacional es la más alta, no sólo de los países del Mercosur, sino de toda la región: 15 veces superior a la de México y Chile, nueve veces mayor que la de Perú y siete veces superior a la de Brasil. En los últimos años, nuestro régimen tributario ha consagrado como instrumento fundamental las retenciones a las exportaciones, no solamente las primarias -agrícolas, mineras y de hidrocarburos-, sino también las de todas las manufacturas, ya sean agropecuarias o industriales. Mientras sigamos gravando las exportaciones brutas sin prestar atención a la existencia (o a la falta de ella) de utilidades netas, en una visión muy primitiva de la política tributaria, será difícil que el sector exportador sustente un proceso de crecimiento, más allá de la coyuntura favorable en el corto plazo. La esgrimida justificación distributivista de los impuestos a las exportaciones no tiene fundamento, ya que supone arbitrariamente que todos los productores son ricos y todos los consumidores son pobres. Como la realidad es otra, los países que implementan en serio la equidad fiscal no abruman a sus exportadores, sino que gravan a quienes tienen altas rentas, y así transfieren recursos públicos a quienes tienen bajos ingresos. Esta es la esencia del Estado de Bienestar, creado en el mundo occidental a lo largo del siglo XX. Mientras nosotros sigamos insistiendo con esta confusión, y así sigamos perjudicando las exportaciones, no será fácil que se abran posibilidades para inversiones orientadas a nuestra inserción en los grandes mercados mundiales en expansión. Necesitamos, sin demoras, un régimen tributario que no aplaste las exportaciones y que abra posibilidades a nuevas inversiones. Así podremos incrementar nuestra producción y crear más y mejores empleos. Nadie se puede asombrar de que China crezca al 10 por ciento anual: ha venido invirtiendo en los últimos años a más del 40 por ciento. Detrás de China viene el otro gigante asiático, India, que también crece fuertemente y que está invirtiendo, sostenidamente, 38 por ciento de su PBI. Si miramos a América latina, vemos que la región crece menos que Asia y, simultáneamente, registra índices de inversión inferiores. Según la Cepal, el año pasado la inversión en formación de capital en la región se ubicó en el 20,3 por ciento. La inversión en nuestro país fue, en 2009, del orden de apenas el 18,3 por ciento del PBI, es decir, por debajo del promedio regional. Lo grave es que en esta década se han venido repitiendo año tras año en la Argentina cifras bajas de acumulación de capital productivo. En 2000, esta inversión apenas llegó al 16,2 por ciento del PBI. Durante 2001, cayó al 14,3, y en el crítico 2002 tocó piso con apenas el 10,2; a partir de 2002, comienza un sendero ascendente, que culmina en 2008 con el 20,9 por ciento. A pesar de esta positiva recuperación, en todos los años de esta década nuestra inversión fue inferior al promedio de la región. El interrogante es cuál será el comportamiento futuro de nuestra inversión. Los países que ahorran poco no pueden invertir mucho, salvo que su nivel de inversión se refuerce con inversión externa. Según la Cepal, en la ultima década, a pesar de la crisis financiera global, la inversión externa aumentó en Brasil, Colombia, Perú y Uruguay. Por el contrario, en este mismo período se redujo fuertemente en nuestro país, que había recibido hace diez años inversiones por más de 22.000 millones de dólares, reducidos a apenas 3400 millones el año pasado. Mientras que hace una década éramos el segundo país receptor de inversiones en América latina, superados únicamente por Brasil, en la actualidad, nos ubicamos en el sexto lugar, ya que hemos sido superados no sólo por México, sino también por Chile, Colombia y Perú (países de menor tamaño económico que la Argentina). Claro que aún superamos a Uruguay, por una cuestión de dimensión, pero mientras que antes por cada dólar externo productivamente invertido en Uruguay se invertían cien en nuestro país, la relación, el año pasado, ha caído drásticamente: apenas 2,6, a pesar de que nuestro PBI es diez veces mayor. Hace años, Aldo Ferrer nos convocaba a "vivir con lo nuestro", con lo que enfatizaba el papel del ahorro interno en el proceso de acumulación de capital. La enseñanza positiva de este mensaje era demostrar que nunca la inversión externa puede ser un sustituto del esfuerzo de ahorro local. Su papel puede ser útil, pero es complementario a la inversión financiada por nuestro propio esfuerzo. Pero para que nosotros vivamos con lo nuestro es crucial evitar que los otros vivan con lo nuestro. Es decir: hay que evitar las sangrías ocasionadas por las fugas de capitales al exterior. Aquí también la Cepal nos suministra información preocupante, ya que ha cuantificado las transferencias netas de recursos al exterior registradas en América latina. En el último cuatrienio (2006-2009), nuestro país transfirió al exterior 42.000 millones de dólares, mientras que Brasil -por el contrario- captó recursos financieros externos por 60.000 millones. Debemos consignar que Uruguay captó 5000 millones por este mismo concepto. Si queremos recuperar el tiempo perdido y construir un modelo de acumulación e inclusión es crucial comenzar por no perjudicar las exportaciones, fortalecer un clima positivo para la inversión productiva y consolidar la confianza en nuestro propio futuro. No es tan difícil entender esto: basta simplemente con mirar los ejemplos exitosos. Tampoco es fácil, ya que exige un consenso político que asegure la credibilidad institucional. Lo positivo es que las fuerzas políticas han comenzado ya a transitar por este sendero.
El autor es economista, profesor de los cursos de posgrado de la Universidad Di Tella.
Alieto Aldo Guadagni.Para LA NACION.
No hay comentarios:
Publicar un comentario