Quienes postulan la existencia de la posmodernidad dicen que se trata de una era de contratos breves. Sean matrimoniales o laborales, todos los convenios se han vuelto efímeros. También los que sellan electores y elegidos. Y, todavía más, los que establecen los dirigentes entre sí. La Argentina está en esto a la vanguardia: ninguna de las dos novedades que la oposición lanzó al mercado electoral para el 28 de junio pasado es ya lo que era en su configuración original. Las dos son menos. Es decir, retrocedieron hacia estadios de mayor fragmentación. La foto en la que Mauricio Macri, Francisco de Narváez y Felipe Solá se juraron amor eterno, en febrero de 2009, ya es una pieza de archivo. Cada mosquetero está embarcado ahora en su propia aventura. El otro experimento ideado para rivalizar con el Gobierno, el Acuerdo Cívico y Social entre la UCR, la Coalición Cívica (CC) y el Partido Socialista (PS), también a punto de desmoronarse. La neolengua de la política colabora con este dinamismo. Ya no hay partidos, llegaron los "espacios", zonas tan poco delimitadas que se puede entrar y salir de ellas sin tener que dar explicaciones. Como hace la senadora Latorre, por dar un nombre. El 28 de junio, embriagados de optimismo, los principales dirigentes del radicalismo, la CC y el PS prometieron darse una organización conjunta y elaborar un programa común. Antes que las reuniones aparecieron las disidencias. En julio, Elisa Carrió se opuso a aceptar la oferta de diálogo de la Casa Rosada. La objeción abrió una grieta con el radicalismo y alejó a la diputada, de manera acaso definitiva, de Margarita Stolbizer, quien encabeza su propia fuerza, el GEN. Carrió tenía razón sobre la esterilidad de la invitación oficialista: su única consecuencia fue la temprana discordia entre ella y sus socios. La estrategia antiacuerdista de Carrió crea una tensión difícil de procesar por el socialismo. Hermes Binner, al frente de la gobernación de Santa Fe, no está en condiciones de declarar guerras. Además, sus diputados se sienten a menudo atraídos por la sirena ideológica que hace sonar de tanto en tanto el kirchnerismo: se vio con la ley de medios, se verá con el matrimonio gay. Estas diferencias le permiten a Carrió ventilar su vocación por acordar con Carlos Reutemann y con Jorge Obeid, enemigos declarados de Binner en la provincia. Son insinuaciones, como la de un idilio con Felipe Solá, que le sirven a ella para presionar sobre su propio grupo. Todavía están lejos de ser una operación electoral. El aporte del socialismo a la armonía tampoco es generoso. Si bien en Santa Fe mantendrá el pacto con la UCR (aun cuando este partido piense en lanzar la candidatura del intendente de la capital, Mario Baletta), en la ciudad de Buenos Aires coquetea con Pino Solanas, apartándose del Acuerdo Cívico y Social, igual que en junio pasado. Sin embargo, la fractura más expuesta del no peronismo es la que separa a Carrió de la UCR. La diputada extrema su antikirchnerismo, y eso le sirve para vetar a Julio Cobos como candidato del Acuerdo a la presidencia. Cobos se obliga a exagerar su contradicción con Olivos, como hace estos días en la discusión federal. Pero Carrió le irá corriendo la marca. Uno de los beneficiarios de este juego es Ricardo Alfonsín, que enfrentará a los aliados de Cobos -Leopoldo Moreau y Federico Storani- el próximo 6 de junio por el control de la UCR bonaerense. El otro es Ernesto Sanz, separado del vicepresidente por razones mendocinas. Es posible que, con su intransigencia, Carrió haya hundido también su propia chance de representar a todo el grupo. Es obvio: aunque Cobos no se imponga en la UCR, sus aliados gravitan en el partido lo suficiente como para impedir que ella les imponga un candidato. La incógnita principal es, entonces, si la Coalición Cívica se mantendría en la alianza que ahora integra, pero sin postular a su jefa para la presidencia. Nadie sabe la respuesta. Lo único evidente es que si el Acuerdo Cívico y Social se mantiene en pie es por la presión de su base demográfica y no por la capacidad constructiva de sus líderes. La otra familia, la de Macri, Solá y De Narváez, no ofrece un estado superior de integración. Ellos no difieren porque piensen distinto, sino porque quieren lo mismo. Los tres sueñan con la presidencia. Solá se imagina llegando a ella al frente de una variante del peronismo, y con el sello de PAIS, el partido de José Octavio Bordón. De Narváez pretende competir con Kirchner en una interna del PJ, para lo cual necesita que al menos la Cámara Nacional Electoral no objete su origen colombiano. Esa ambición llevó a De Narváez hasta el reducto del enigmático Carlos Reutemann, con la excusa de proponerle una agenda parlamentaria común. Un acuerdo que a De Narváez no se le ocurrió alcanzar con el jefe de su bloque, que es Solá. Macri también piensa en la Casa Rosada y, a pesar de que estaría en trance de desperonización, les pidió a Ramón Puerta y Humberto Schiavoni que busquen aliados en el interior. Hasta ahora Puerta integra el bloque de Solá y trajina el país con Luis Barrionuevo, Julio César Aráoz y Miguel Angel Toma, reclutando socios para Eduardo Duhalde. Por otra parte, Macri debería revisar su forma de tejer. Acaba de sufrir una penosa derrota en Mendoza, donde él, Gabriela Michetti y Jorge Macri fueron a identificarse con la candidatura a concejal de Orlando Terranova. Fue una pésima jugada. Terranova salió cuarto y Macri sólo consiguió dos cosas: restar votos a sus aliados del Partido Demócrata, de Federico Pinedo, y dar argumentos a quienes sospechan de la concesión del mobiliario urbano porteño, extendida por él a la familia Terranova. Delicias de la nueva política. El aparato de comunicación que dominan los Kirchner enfatiza, con toda lógica, esta desarticulación del adversario. Quiere hacer creer que de ella derivará un fortalecimiento del matrimonio, capaz de mejorar sus posibilidades electorales. Es una hipótesis audaz. Como se demostró en 1999 y en 2003, los argentinos seleccionan sus autoridades pensando más en el hastío que les provoca lo que hay que en la atracción que les produce lo que está por venir. A esa obsesión retrospectiva le debe el kirchnerismo su llegada al poder. De este curioso método para elegir gerentes se desprende el principal problema que plantea la cariocinesis opositora. Su debilidad no consiste sólo en que se vuelve ineficaz para neutralizar la mala praxis oficialista. Hay un riesgo más delicado. Es muy probable que de ese mosaico desintegrado surja, por imperio de la voluntad popular, la próxima administración. La amenaza que hay que temer no es, entonces, que quienes se enfrentan a los Kirchner sean una mala oposición, sino que terminen siendo un mal gobierno.
Carlos Pagni.LA NACION
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